Patricia González-Rodríguez, científica: “No sé si lograremos una cura para el párkinson, pero sí creo que la enfermedad podría cronificarse”
El trabajo de la investigadora del Instituto de Biomedicina de Sevilla ha supuesto un cambio de paradigma en el estudio del párkinson

Hace un par de años, la revista Nature publicó los resultados de un proyecto liderado por la bióloga Patricia González-Rodríguez que abría la puerta al desarrollo de nuevos tratamientos para las personas con párkinson, la enfermedad neurodegenerativa más común en España después del alzhéimer. Gracias a un modelo desarrollado a partir de un ratón modificado genéticamente, su equipo descubrió, entre otras cosas, que las neuronas afectadas por la enfermedad no mueren, como se pensaba hasta entonces, sino que quedan en estado latente y, podrían, por tanto, volver a reactivarse con nuevos tratamientos. González-Rodríguez, una de las finalistas de los X Premios MAS, es optimista (aunque también prudente) respecto a los muchos avances que, asegura, se están produciendo en el estudio del párkinson. En ciencia, advierte, es complicado hacer pronósticos o hablar de fechas, pero, en su opinión, estamos cada vez más cerca si no de curar la enfermedad, al menos sí de empezar a controlarla.
Todavía no están del todo claras las causas del párkinson. ¿Por qué sabemos tan poco de esta enfermedad?
Hasta ahora no habíamos tenido unos buenos modelos animales que reprodujeran la enfermedad. En el párkinson existe una fase prodrómica, en la que no se ven síntomas evidentes, y una fase sintomática. El problema es que se suele detectar cuando el paciente ya presenta síntomas motores o alguna demencia. Normalmente, cuando la persona va al médico llega ya con un parkinsonismo clínico y las neuronas han degenerado demasiado. Durante los diez años anteriores suele haber problemas de sueño, de depresión, etcétera, pero nada que identifique claramente la enfermedad. El modelo progresivo que publicamos en Nature nos está ayudando a comprender mejor esa fase prodrómica, en la que no existen síntomas, para intentar conocer realmente el origen del párkinson y, a partir de ahí, afrontar mejor la enfermedad.
Ese trabajo que lideraste puso en tela de juicio algunas ideas establecidas sobre esta enfermedad. Por ejemplo, concluisteis que, para que se dé párkinson, no basta con que se afecten los axones de las neuronas que producen la dopamina, como se creía, sino que tiene que afectarse el soma. ¿Qué implicaciones tiene esto?
Nuestro paper supuso un cambio de paradigma. Todos los libros que se han publicado en los últimos treinta años dicen que, cuando los axones del estriado cerebral pierden dopamina, aparecen los síntomas motores de la enfermedad de párkinson. Nosotros vimos que esto no es así, que los síntomas motores en realidad aparecen cuando la dopamina se pierde en el soma de la neurona, no en el axón. Hasta ahora, la mayoría de los tratamientos se centraban en el estriado, que es una zona muy grande del cerebro en la que se concentran los axones, pero nadie se había centrado en los somas, la sustancia negra, un área muy pequeña y con la que se puede trabajar mucho mejor. Esto significa que tenemos una nueva diana terapéutica.
También observasteis que las neuronas afectadas por la enfermedad no mueren, sino que solo pierden algunas de sus propiedades. ¿Qué propiedades exactamente?
El cerebro está lleno de neuronas y de neuronas de diferentes tipos, así que, para ver qué pasa con las dopaminérgicas, las que producen la dopamina, hay que marcarlas de alguna manera. Por ejemplo, con un color. Como ese color desaparecía, se creía que las neuronas se habían perdido, habían muerto. Mediante técnicas genéticas nosotros buscamos esas neuronas y comprobamos que, aunque ya no producían dopamina y no presentaban los marcadores típicos de una neurona dopaminérgica, seguían ahí.
Si esas neuronas no mueren, ¿podrían volver a reactivase?
Eso es exactamente en lo que me estoy centrando ahora. Pensamos que es una suerte de mecanismo de defensa: si la neurona no puede hacer su función, producir dopamina, se queda latente durante un tiempo hasta que, al final, acaba muriendo. Pero creemos que hay una fase en la que pueden ser reactivadas. Para eso tengo un modelo animal nuevo, que todavía no está publicado, que está arrojando bastante luz sobre cómo podría lograrse.
¿Y cómo creéis que podría hacerse?
Nos estamos centrando en modificar el metabolismo de las neuronas para revertir su fenotipo y que así que dejen de estar en ese estado letárgico, digamos durmiente, y vuelvan a ser neuronas dopaminérgicas.
Tras el paper de Nature, se anunció que sus resultados iban a dar lugar a un estudio clínico en colaboración con un centro de Estados Unidos. ¿En qué punto está?
Michael Caplan, del centro Weill Cornell, en Nueva York, empezó en su día un ensayo clínico que buscaba reactivar la zona del estriado cerebral y que tuvo que parar porque las consecuencias negativas del tratamiento parecían mayores que las positivas. Ahora tiene en marcha otro ensayo centrado en la sustancia negra que, mediante terapia génica, intenta mejorar la disponibilidad de dopamina para que las células vuelvan a trabajar, mejorando así los síntomas de la enfermedad. Podría ser útil para las personas con un parkinsonismo avanzado, que ya presentan los típicos temblores del párkinson, pero todavía no sabemos qué resultados están obtenido.
“El modelo progresivo que publicamos en Nature nos está ayudando a comprender mejor esa fase prodrómica, en la que no existen síntomas, para intentar conocer realmente el origen del párkinson”.
A día de hoy, ¿es razonable soñar con una cura para el párkinson?
Creo que ahora mismo estamos en una muy buena posición, también aquí en España, para ser optimistas. Por supuesto, no podemos hablar de fechas, porque en investigación, cada paso que damos cambia las hipótesis y la hoja de ruta. Gracias al conocimiento que estamos adquiriendo, podemos intentar detectar de forma más temprana la enfermedad y mejorar los tratamientos. El tratamiento que reciben a día de hoy los pacientes de Parkinson es el mismo que tenían hace treinta años: básicamente, la levodopa, para intentar restaurar los niveles de dopamina en el cerebro. No sé si lograremos una cura completa, pero sí creo que la enfermedad podría cronificarse, como pasa con otras como el cáncer. En el laboratorio tenemos nuevos modelos, como el nuestro, que nos están dando muchísimas ideas para tratar la enfermedad. Estamos trabajando también en biomarcadores para párkinson, que es un campo en el que hasta hace poco no se trabajaba. Si conseguimos retrasar, aunque sea diez años, la aparición, por ejemplo, de los síntomas motores, estaremos mucho más cerca de mejorar la calidad de vida de los pacientes y de lograr que la gente viva con párkinson y no muera de párkinson. También es muy importante el diagnóstico temprano. Yo ahora tengo pacientes que han sido diagnosticados con 40 años. Sus expectativas no tienen nada que ver con las de las personas que antes ni siquiera podían ser diagnosticadas a esa edad.
¿Se sabe por qué afecta más a los hombres que a las mujeres?
Como realmente no sabemos cuál es el origen de esta enfermedad, tampoco sabemos por qué su incidencia en hombres es casi el doble. Hay papers que estudian estas diferencias de sexo en diferentes países y apuntan al posible papel protector de los estrógenos, a factores genéticos, moleculares...
¿Qué te llevó a interesarte por la neurociencia y, en concreto, por el párkinson?
Desde que estaba en el instituto tenía claro que me quería dedicar a la investigación. Al principio me interesaba mucho la genética, pero ya entonces era consciente del dolor que las enfermedades neurodegenerativas causan tanto a la persona que la sufre como a su entorno. Son enfermedades muy duras y muy largas, que suponen una carga enorme para toda la familia, y no existe ningún tipo de cura para ellas.
Como muchos científicos españoles, has trabajado fuera, pero a diferencia de otros compañeros, tú decidiste regresar. ¿Qué te trajo de vuelta a España?
La idea que teníamos antes era que para hacer algo importante en ciencia, tenías que marcharte fuera. Yo he estado mucho tiempo en Suiza, en Minneapolis, en Chicago, y me he dado cuenta de que, a nivel científico, en España estamos muy bien. De hecho, en el tiempo que estuve en Estados Unidos, constantemente me pedían referencias de investigadores españoles, porque estamos muy bien formados. Trabajamos bien y sabemos lo que queremos hacer. Dado que no tenemos nada que envidiar a otros países, creo que los científicos tenemos la obligación de investigar desde aquí. Lo veo como una responsabilidad. Es cierto que es más complicado, porque tenemos menos financiación. Si después ves que no es posible, siempre puedes buscar otras opciones, pero creo que hay que intentarlo.
“La forma de trabajar en Estados Unidos es prácticamente igual a la nuestra, pero allí la sociedad está muy implicada en su financiación. El 70% de la financiación de mi laboratorio anterior dependía de fondos privados”.
Hablas de financiación, ¿pero es solo un problema de recursos o te gustaría que la ciencia española incorporara otros elementos de la cultura científica estadounidense?
La forma de trabajar en Estados Unidos es prácticamente igual a la nuestra, pero allí la sociedad está muy implicada en su financiación. El 70% de la financiación de mi laboratorio anterior dependía de fondos privados. Los cuatro años que pasé en Estados Unidos fueron posibles gracias a una persona que tenía parkinson y apoyaba nuestra investigación. Tenía 90 años y sabía perfectamente que no iba a beneficiarse de ningún tratamiento nuevo, pero allí hay muchas personas y también empresas que entienden lo importante que es la ciencia, aunque los resultados no lleguen de forma inmediata. En España todavía no tenemos esa cultura. Si eso pasara, estaríamos exactamente igual que en Estados Unidos, porque tenemos la capacidad y la formación.