Edurne Pasaban, alpinista: “La montaña me enseñó a aprender de mis fracasos”
Del cielo al infierno solo hay un paso, y la primera mujer en lograr ascender los 14 ochomiles que hay en el planeta lo sabe muy bien

La aventurera vasca ha conquistado las cimas más altas del mundo, pero también ha sufrido. Y se siente orgullosa de ambas cosas. Ese es el legado que quiere dejar a su hijo y a todos los jóvenes.
“¿Por qué escalar el Everest?”, preguntó, en 1923, un periodista a George Mallory, tratando de comprender el empeño del británico por acometer la ascensión a la mítica cumbre, que por esa fecha todavía no había sido alcanzada. “Porque está ahí” fue su lacónica respuesta. Si George Mallory y Andrew Irvine fueron realmente los primeros en conquistar el Everest o lo lograron Hillary y Norgay casi tres décadas después es uno de los grandes misterios del alpinismo. Sobre lo que no existen dudas es sobre el nombre de la primera mujer que logró escalar los catorce picos de más de 8.000 metros que hay en el mundo. En mayo de 2010, Edurne Pasaban entró a formar parte de la historia de este deporte al conseguirlo. Pero llegar hasta ese momento no fue fácil. La de la alpinista vasca es una historia de superación deportiva y también personal. En su caso, lo que casi acaba con ella no fue ninguna montaña, sino una depresión de la que le costó mucho salir. Por eso ahora se dedica a hacer divulgación sobre salud mental, además de dar charlas y formación en empresas.
También sigue disfrutando de la montaña, aunque a otra escala. Hace unas semanas participó en una expedición que siguió los pasos de otra pionera del alpinismo, Dorothy Pilley, en Córcega. “Dar visibilidad a las mujeres que nos precedieron ha sido muy bonito. Todo el mundo conoce a Edmund Hillary o a Mallory e Irvine, que son de la misma época que Dorothy Pilley, pero nadie reconoce el papel de las aventureras. Conocer la aventura de Pilley y recrearla ha sido para mí importante. Que hace cien años fuera sola en barco a Córcega y lograra lo que logró me parece increíble”.
¿Ha cambiado mucho este deporte para las mujeres desde entonces?
Obviamente, la situación de la mujer en el deporte y en la vida en general ha avanzado. Cuando estas mujeres empezaron, las tomaban por locas. Ahora se respeta el papel de la mujer en la montaña, aunque seguro que algunos siguen pensando que estamos un poco mal de la cabeza o que somos egoístas por dejar a nuestra familia para irnos a la montaña. Eso es algo que todavía ocurre. Yo no fui madre en la etapa en la que estaba escalando ochomiles, pero estoy segura de que, si hubiera dejado a mi hijo para irme a una expedición, me hubieran tachado de mala madre. Al revés no pasa. He escalado con compañeros que eran padres y dejaban a sus hijos con sus mujeres en casa cuando nos íbamos dos meses o tres meses fuera, y nadie les acusaba nunca de malos padres.
¿Qué es lo que te enganchó del alpinismo cuando empezaste?
La sensación de libertad que me daba. Yo venía de una familia muy tradicional, como muchas familias españolas de esa época. Estudié ingeniería porque en casa teníamos una empresa dedicada a la fabricación de maquinaria y lo que querían mis padres, con toda su buena intención, era verme colocada ahí. La montaña me dio la libertad de decidir por mí misma el camino que quería seguir y de luchar por ello. Además, me encontré con un mundo que me respetaba. Lo que tenía al lado eran casi todo hombres, pero me valoraban y me ayudaron a tener la confianza en mí misma necesaria para conseguir los retos que me propuse.

La gente te conoce como la primera mujer en ascender los 14 ochomiles, pero lo que quizá no sepa es que conseguirlo te costó diez años y un motón de expediciones, algunas que acabaron bien y otras muchas que acabaron mal. ¿Qué aprendiste sobre el éxito y el fracaso en el proceso?
Sí, fueron diez años y veintiséis expediciones. En muchas no subimos a la cumbre. De esos fracasos aprendí un montón. Una de las cosas que me ha dado la montaña es el afán de superación y la capacidad de autocrítica. Cuando volvía de las expediciones, analizaba por qué ese proyecto no había tenido éxito. También me ha dado la humildad para asumir mi propia responsabilidad y no culpar a factores externos como el tiempo o a otras personas. La montaña me enseñó a aprender de mis fracasos, porque una cosa tenía clarísima, y es que, si regresaba de un ochomil sin llegar a la cumbre, en algún momento, fuera dentro de dos meses o dos años, volvería a intentarlo. También aprendí sobre el éxito. Por ejemplo, que es efímero y te puede abandonar en cualquier momento. Siempre nos obsesionamos con la cima. Pensamos que el éxito está en llegar arriba, pero muchas veces sufres más y corres más riesgo de accidente en la bajada. Eso es algo que mi madre entendía muy bien. Cuando hacíamos cumbre, avisamos con el walkie-talkie al campamento base y desde ahí llamaban con el teléfono satélite a España para avisar a los medios y a las familias. ¿Sabes lo que les decía mi madre siempre? Que no quería saber nada de su hija hasta que no estuviera en el campamento base, porque para ella la expedición no acababa hasta ese momento.
Lógicamente, en la montaña te habrás enfrentado a situaciones extremas. ¿Cómo logras superar el miedo en esos momentos?
Siempre digo que el miedo es muy buen compañero. Sin él, seguramente tú y yo no estaríamos hablando. Creo que nos ayuda a tomar mejores decisiones. Siempre ha encendido en mí el instinto de dudar a la hora de dar un paso o decidir cuándo subir o bajar. Más que enfrentarme a él, he aprendido a escucharlo, y cuando me ha dicho que debía darme la vuelta, lo he hecho. Es una sensación que debes saber manejar para que no te bloquee, pero no es mala.
“Pensamos que el éxito está en llegar arriba, pero muchas veces sufres más y corres más riesgo de accidente en la bajada”
¿Cuál ha sido el mayor reto al que te has enfrentado nunca?
Creo que dedicarme a un deporte como este y estar convencida de ello. Pasé por una depresión grande en 2006 que, en parte, estuvo causada por las preguntas que me hacía sobre lo que estaba haciendo con mi vida. Enfrentarme a mí misma y darme cuenta de que, quizá no era lo normal, lo que hace todo el mundo, pero que eso era lo que a mí me apasionaba, es lo que más me ha costado.
Has hablado públicamente de tus problemas de salud mental e incluso de tus intentos de suicidio. ¿Te ha costado mucho abrirte sobre estos temas?
La verdad es que no. Siempre he sido bastante transparente con mi vida, nunca me ha dado vergüenza hablar de mis debilidades. Además, cuando empiezas a hablar de estos temas te das cuenta rápidamente de que a tu alrededor hay mucha gente que ha sufrido como tú y se siente identificada y que puedes ayudar a algunas personas a darse cuenta de que no son las únicas que lo han pasado mal. Creo que solo por eso ha merecido la pena. En algún momento me costó un poco, sobre todo, por mi entorno, porque es algo que todavía les pesa. Cuando salgo en televisión hablando de mi depresión, mi padre todavía me dice que qué necesidad tengo de seguir contando esto. Pero no me arrepiento de nada.
Simone Biles, Naomi Osaka, Michael Phelps o Paula Badosa también han reconocido sus problemas de ansiedad y depresión. ¿Deporte de élite y bienestar emocional son cosas compatibles?
Yo creo que sí, lo que pasa es que la presión hay que saber gestionarla y muchas veces los deportistas no hemos tenido cerca las personas ni las situaciones adecuadas para hacerlo. Cuando a mí me pasó, en 2006, nadie hablaba de salud mental. Si hoy sigue siendo un tabú, imagina entonces. Y más todavía en el deporte, donde solo se piensa en ser el mejor. A los deportistas se nos ve como máquinas que tienen que obtener el mejor resultado, y para eso es necesario entrenar y machacarte. Un deportista pasa muchas horas a solas en la pista, corriendo, en la montaña... Yo recuerdo pasar los domingos tirada en el sofá de mi casa haciendo zapping y pensando ‘qué sola estoy’. Y, relamente, en aquel momento no había nadie: ni la gente que te pone la medalla, ni la que te halaga, ni la que te pide fotos.
¿Qué crees que falta para mejorar la comprensión y el apoyo a las personas que pasan por situaciones así?
Tenemos que empezar a hablar de salud mental sin vergüenza, aceptarla como una enfermedad más. Yo estuve ingresada en un hospital psiquiátrico. Antes de eso, mi madre iba a tomar café todos los días con sus amigas, pero cuando me ingresaron, dejó de hacerlo, seguramente porque le daba vergüenza explicarles que su hija estaba en un psiquiátrico. Estoy segura de que, si yo hubiera tenido un cáncer y me hubieran tenido que dar quimio, mi madre habría seguido yendo a tomar café con sus amigas para sentirse más arropada. La sociedad tiene que cambiar su actitud hacia la salud mental y los gobiernos también tienen que darle la importancia que tiene. El acceso a psicólogos y psiquiatras debería ser mucho más rápido.
¿Qué te ayudó a ti a salir del pozo?
Me ayudaron, por supuesto, los especialistas. Estar en un psiquiátrico es un palo. Recuerdo haber pasado unas Navidades enteras escalando en hielo en los Alpes, jugándome la vida, y que el 6 de enero, en Reyes, me ingresaran. Al día siguiente estaba sentada en una mesa haciendo trabajos manuales y punto de cruz. Obviamente, no fue fácil, pero el hospital me ayudó. Me ayudaron los psicólogos, los psiquiatras, mi familia y mis amigos. Tuve alrededor gente que no me dio de lado, no me juzgó, no me criticó ni me cuestionó, sino que me escuchó. Cuando tienes a alguien cerca pasando por una situación así lo mejor que puedes hacer es escucharle y acompañarle.
Y a las personas que están pasando por este trance, ¿qué mensaje te gustaría trasmitirles?
Que de esto se sale. Puedes conseguirlo. No tengas vergüenza de reconocer que estás enfermo, no pasa nada. Pide ayuda y apóyate en tu entorno.
“Estar en un psiquiátrico es un palo. no fue fácil, pero el hospital me ayudó”
¿Cómo te encuentras ahora?
Tranquila y feliz. No me dedico al alpinismo como antes, estoy en una etapa diferente, pero he cumplido otro sueño, el de ser madre. A veces pienso que he tenido dos vidas diferentes, la de antes y la actual, que me parecen como dos galaxias distintas, pero me siento muy afortunada por ello. Cuando pienso en mis intentos de suicido me digo: en qué estabas pensado, todo lo que te hubieras perdido. Ahora vivo en paz.
¿Te arrepientes de haber pospuesto la maternidad?
Para nada. A muchas mujeres que están nerviosas por no haber sido madre a los 30 años o los 35 siempre les digo que se tranquilicen. Es verdad que el reloj biológico está ahí. Para mí congelar óvulos fue como quitarme una mochila, a partir de ahí me relajé. Fui madre a los 43 años, que para mucha gente parece muy tarde. En el cole de mi hijo hay mamás de 28 y yo ya he cumplido los 52, pero él no me ve como una madre mayor, se divierte un montón conmigo. He vivido lo que he querido, he hecho lo que me gustaba y ahora sé que, si volviera a los 20 años, haría lo mismo.

¿A tu hijo le interesa el alpinismo?
Le gusta la montaña, pero no quiere hacer lo mismo que yo. En septiembre iremos juntos a Nepal y subiremos hasta los 5.000 metros. Si él quiere, le enseñaré, y si no, también me parecerá bien. Y sufriré menos.
¿Qué proyectos de futuro tienes?
Lo que quiero ahora es hacer cosas que me hagan feliz. Parece que, como soy Edurne Pasaban, lo siguiente es escalar un ochomil o cruzar el Himalaya andando. Seguiré disfrutando de la montaña, pero no me planteo retos de este tipo. Me encanta mi trabajo actual, dar conferencias en empresas y hacer divulgación sobre salud mental para ayudar los jóvenes. Me gustaría que mi legado fuera demostrar que las cosas se pueden lograr y que salir de las situaciones difíciles es posible.
Esta entrevista se publicó primero en la edición número 21 de MAS en papel.