Hombres en los cincuenta. El cine y el teatro

Recuerdos de cuando el cine en la tele estaba sometido a la tiranía de los rombos

Fotograma de 'Mary Poppins' (1964)

Sigo mi recorrido personal sobre los estereotipos de género en los que nos formaron de manera, consciente o inconsciente, a los chicos de la generación de la explosión demográfica española (baby boomers).

He recorrido el colegio de curas, la programación infantil, y las series. Y ahora toca dar un salto al cine y al teatro, para volver al final a la tele, casi de rebote.

El cine siempre desde mi óptica de niño, tenía tres posibilidades básicas de visionado: en la tele, en el colegio de curas y en los cines, esta última desdoblada en programas dobles, estrenos y cine de verano.

El cine en la tele perdía mucho: era en blanco y negro y con una definición de imagen que hoy nos parecería infumable. Por no hablar del sonido. No había competencia posible con la oscuridad y el Cinerama y, sobre todo, estaba sometido a la tiranía de los rombos. Un rombo, catorce años. Dos rombos, adultos. Bastaba un suave morreo, una chica licenciosa en el argumento o un suéter bien apretado en un busto generoso para que la peli alcanzase sin problemas los dos rombos. Tan exagerada era la cosa, que a veces obteníamos la bula para sentarnos a ver, Esplendor en la hierba (Elia Kazan, 1961), Perdición (Billy Wilder, 1944),  Marnie la ladrona (Hitchcock, 1964)  o Los caballeros las prefieren rubias (Howard Hawks, 1953). No he elegido los títulos al azar, sino a conciencia por el papel de la mujer que nos transmitían. Pero, en realidad, he jugado sucio porque, según yo lo recuerdo, el drama o la comedia contemporáneos no eran lo que primaba, sino dos géneros muy masculinos: el cine bélico y el del Oeste. Dentro del bélico, el de la Guerra Fría era muy abundante, aunque en este caso el adoctrinamiento era más bien ideológico. Eran películas ya pasadas de moda a primeros de los setenta, pero aún las reponían. A pesar de los años transcurridos, recuerdo una en particular (he buscado el título en San Google), On the beach (Stanley Kramer, 1959), con Gregory Peck y Ava Gardner, en la que, tras un holocausto nuclear del que solo se ha librado temporalmente Australia, un submarino busca vida por el planeta mientras los últimos supervivientes adoptan diferentes actitudes ante la espera del inevitable final. Seguramente no tenía rombos, pero a mí me acojonó de por vida.

Así que el papel de la mujer que nos llegaba del cine se podría resumir en el de madre para las casadas y accesorio a proteger para las solteras, siempre y cuando no fueran protagonistas porque, si lo eran, el rol cambiaba a ruina y perdición de los hombres.

Y, claro, teníamos también cine español ya fuera de las carteleras (lo que no ocurría hasta varios años después del estreno). A este yo no le prestaba apenas atención, supongo que por comparación: cine folclórico, religioso, histórico. Aunque hago una excepción con las películas de nuestra gran estrella infantil femenina: Marisol. A mí su personaje solía parecerme medio odioso, pero era tan guapa…y sus películas nos llevaban indefectiblemente al mundo de los ricos, donde los niños tenían habitaciones llenas de juguetes, los padres viajaban en avión y la banda sonora cosía de una forma hoy imposible la copla con los maravillosos temas de Augusto Algueró, arreglados y orquestados sin parar en gastos. Un día, cuando crecimos, nos la reencontramos convertida de repente en una mujer. Una gran mujer. No me olvido del género bíblico, que se concentraba en Semana Santa.

El cine del cole

Ya conté que mi colegio, Salesianos de Estrecho, pasó a lo largo de mi infancia del rigor católico a la apertura que supuso el Concilio Vaticano II. Quizás por eso tengo una cierta empanada mental acerca del cine que nos pasaban los fines de semana (gratis, si tenías el carné con el sello de haber ido a misa por la mañana). Religioso con fondo, como Las sandalias del pescador (Michael Anderson, 1968) o Padre pitillo (Juan de Orduña, 1955) o medio apestoso como Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1954) o Fray escoba (Ramón Torrado, 1961) pero también, supongo que al final de mi ciclo, obras de carga social como La ley del silencio (Elia Kazan, 1954). Y entre medias, Oeste, y otros géneros convenientemente cortados. Aún recuerdo el asombro que me producía que no acabásemos todos castigados tras berrear como energúmenos cuando llegaba el inevitable corte en el obligado beso de los protagonistas. Supongo que era muy complicado castigar a 300 becerros en fin de semana. Giuseppe Tornatore con la inestimable ayuda de Ennio Morricone supo convertir los berridos en lágrimas que le caen a cualquiera que tenga algo de corazón en la magistral escena final de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1989) en la que un Totó maduro visiona el rollo que le ha dejado en herencia su amigo, el proyeccionista Alfredo, montado a partir de todos esos fotogramas que nos robaron.

El programa doble

Seguro que el lector masculino ha echado de menos dos géneros: el de romanos (péplum) y el de artes marciales. El primero, nacido en los cincuenta, era una mina para las salas de barrio de programas dobles. Una bélica, o un espagueti western, seguido de una de romanos con una buena bolsa de pipas era lo más parecido al cielo. Como en todo género, las había buenas, malas e ínfimas. Por supuesto, eran estas las que más nos gustaban, como el ciclo de Maciste. Huelga comentar el patrón de sexos imperante en ellas. Las de artes marciales nos llegaron después, su eclosión es de inicios de los setenta por la fama de Bruce Lee. Pero yo no fui practicante.

El cine de verano (nunca fui a un autocine) era una variación del programa doble en la plaza del pueblo. Los chicos, para mantener nuestro estatus social, no debíamos pagar en ningún caso. De esta forma, la película pasaba a ser un elemento secundario y la auténtica emoción venía de evitar el control de los hijos del empresario y los bastonazos de los abuelos para que nos estuviésemos quietos o nos quitásemos de delante.

El cine de estreno

Ese era un lujo que pocas veces podíamos permitirnos al cabo del año. Y eso que las películas duraban y duraban…En esto la edad marcaba claramente dos fases: la fase Disney y la del intentar colarse en las de adultos.

Se han ensañado tanto con los estereotipos en el cine de Disney de los sesenta y setenta, que voy a quedarme con la excepción. No solo por eso, sino por ser mi película clásica de Disney favorita y la que más me impactó: Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964). Una auténtica heroína, revolucionaria, con superpoderes y partidaria de la libertad de imaginación (y acción) de los niños. Hoy sabemos que le película no respetaba gran cosa el personaje de los libros de P.L. Travers (Pamela Lyndon Travers, nacida Helen Lyndon Goff). Yo, tras conocer su tormentosa relación con Walt Disney sumada a la injusticia que se cometió con ella en la versión cinematográfica de la misma (Savig Mr. Banks, John Lee Hancock, 2013), donde aparece como un ser básicamente amargado, en lugar de lo que fue, una escritora, periodista, poeta, actriz que se codeó con lo mejor de la intelectualidad británica, reivindicando frente al imperio del cine un tratamiento más fiel y menos infantilizante de su obra, tras ello, digo, me siento un tanto culpable de que me gustase tanto. Estoy seguro de que la ambigua relación de Mary con su amigo Bert (Dick Van Dyke), un espíritu libre (apenas unas miradas y sobreentendidos dejaban entrever alguna cosa) siempre me intrigó. Solo me consuela pensar que, finalmente y tras verla dos o tres veces, Travers rebajó  mucho el nivel de sus crítica. Julie Andrews fue para mí desde entonces una de mis actrices fetiche, junto con Audrey Hepburn (quien casualmente le quitó el papel en Myfair Lady lo que le permitió a Andrews aceptar el de Poppins). Y eso que me perdí Sonrisas y lágrimas (Robert Wise, 1965) por una razón muy sencilla: en los hogares no había dinero para ir a todos los estrenos. Ahora dicen que se prepara una nueva versión, pero nunca sabremos lo que pensaría de ella la autora. Yo estoy seguro de que, para mí, por buena que sea la pareja Blunt / Firth; Andrews / Van Dyke seguirán siendo insuperables.

A colarse

Cuando llegabas a cierta edad, el cine de estreno, sin padres de la mano, era el cine al que había que colarse. Con dieciséis o diecisiete años, el resto del cine carecía de interés. Con la ventaja de mi altura, algunas veces lo conseguía. Gracias a eso me encontré con películas insólitas para un chaval español de la época como La leyenda de la ciudad sin nombre (Johsua Logan, 1969) o Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969). Me perdí Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1964), que seguramente vería luego en algún cine de arte y ensayo, pero la cito por contener todas ellas heroínas femeninas de una pieza. O al menos así las recuerdo.

El cine patrio, que no patriótico, empezó también a despertar en los primeros setenta, aprovechándose del relajamiento de la dictadura: Saura, Erice, Miró, el cine de quinquis de J.A. de la Loma y Eloy de la Iglesia, el de terror. Yo ya estaba en la Universidad. De hecho, un día en la facultad De la Iglesia me propuso ir a una prueba para un papel de macarra. Naturalmente, no fui.

El teatro

Los niños de las familias de clase media no íbamos al teatro. Pero, de vez en cuando, iban los padres y asistíamos fascinados a la ceremonia de los trajes de noche, el collar de perlas y el olor a Maderas de Oriente mezclado con Varón Dandy, antes de irnos a la cama.

Para nosotros, el teatro era Estudio 1. Nunca podré estar más agradecido a un programa de TV que a ese. No sé por qué extraña razón, para Estudio 1 (comenzó en1965 y alcanzó las 400 obras) en mi casa no había rombos. Quizás mis padres comprendieron lo importante que era para mí esa cita semanal. De qué otra forma habría podido conocer a tan temprana edad a Valle Inclán, Ibsen, Pirandello, Jardiel Poncela, Miller, G. Bernard Shaw, Buero, Wilde, Neville, Chejov…porque a nuestros clásicos, de una forma u otra los habría conocido. Han pasado muchas décadas y aún tengo en mi retina cientos de imágenes sueltas que ahora intento en vano adjudicar a una obra o un autor, pero no me cabe duda de que siguen en algún lugar de mi cabeza. Y sin duda me sirvieron durante los pocos meses que ejercí la crítica teatral al principio de mi carrera. Sé que esto no tiene que ver con los estereotipos de género, pero no podía dejar de contarlo.

 

Nota 1: En toda esta relación se ha colado una sola directora, Pilar Miró, que hizo muchos Estudio 1. El cine de los sesenta y setenta fue una cosa casi exclusivamente de hombres.

Nota 2: Los chicos (y chicas) de mi generación nos perdimos buena parte del “nuevo cine español” de la última mitad de los sesenta. Había un programa para el cine “raro”, europeo y español fundamentalmente Cine Club. Pero era un terreno donde florecían los dos rombos y lo daban a una hora prohibida para nosotros. Los pocos que nos tomamos la molestia, poco a poco fuimos recuperando a base de tiempo y golpes de suerte a Picazo (La tía Tula), Martín Patino (Nueve cartas a Berta), Bardem (Calle Mayor, Muerte de un ciclista), Summers (Del rosa al amarillo), Jordi Grau (El espontáneo), Gonzalo Suárez (Ditirambo) e incluso Buñuel (Viridiana). No pasaba lo mismo con Berlanga, quizás porque fue el único de ellos que gozó del favor del público.

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