Hombres en los cincuenta: Las series

En los sesenta, la Samantha de 'Embrujada' era la excepción en un mundo nuevamente dominado por héroes masculinos

Cabecera de la serie Embrujada

Menudo jardín. Tras echarle una mirada nostálgica a los estereotipos de género que los hombres en la edad de estar “al mando” (otros me dicen que si no estás al mando estás en la cola del paro) nos tragábamos en la programación infantil, vuelvo mi mirada hacia las series de la tele.

Las series que los baby boomers seguíamos con fruición eran de dos tipos y casi de dos mundos distintos: las de producción propia y las extranjeras, en su gran mayoría estadounidenses dobladas en Latinoamérica. Bien, ahora contésteme el lector (lectora, seguramente) con sinceridad si alguna vez en esas divertidas conversaciones generacionales sobre las series que veíamos de pequeños, salen muy a menudo, La casa de los Martínez, Séneca o Crónicas de un pueblo. Seguro que no. Esas series paradigmáticas de la producción propia de RTVE en los sesenta y primeros setenta quizás tengan el olvido que merecen. Si bien rescato sin dudar una, Plinio, basada en las novelas de Francisco García Pavón (protagonizada por un policía manchego del que tanto han bebido luego algunos autores de negra y policiaca como Lorenzo Silva o el menos conocido pero extraordinario Rubio Tovar), en su mayoría eran un canto a la tradición y al familia-municipio-sindicatos (verticales) que nos enseñaban en Formación del Espíritu Nacional. Los argumentos venían a demostrarnos una y otra vez que salirse de la norma era caer en innumerables peligros, cuando no en el arroyo. Así que las madres eran sabias tejedoras de vínculos familiares y lobas contra las amenazas, los hombres, un tanto torpes y proclives a dejarse seducir por faldas y barras bar, y las jóvenes alocadas, un peligro. Todo eso mezclado con la alabanza de aldea que daba categoría filosófica a la interpretación simplona de un mundo que se estaba haciendo cada vez más complejo. Ahora que lo pienso, quizás hoy volverían a triunfar

Al modo americano

Y junto a toda esa carcundia por la ventanita iluminada del mueble del salón entraba en nuestras casas el mismísimo american way of life y sus mensajes subconscientes que, sin embargo, venían a insistir en lo mismo que las series patrias, pero con cocinas enormes llenas de envidiables electrodomésticos, coches de cinco metros y un sentido del humor más elaborado. Una de mis favoritas (te recuerdo que esta es una mirada personal) tenía protagonista femenina: Embrujada. Su protagonista (Elisabeth Montgomery) se daba un aire físico a mi madre, aunque sus superpoderes los ejercía moviendo su nariz, mientras doña Agustina los mostraba a base de certeros lanzamientos de zapatilla y maldiciones cien por cien eficaces como “te vas a caer”, “lo vas a tirar” o “vas a suspender matemáticas”. Yo pensaba que mi madre no tenía nada que envidiar a Samantha. Mas, en el fondo, volvemos a la idea de la mujer sabia, piedra angular de una familia teóricamente sostenida por un hombre buenazo y simplón, ese Darril, publicitario de la vieja escuela que se dejaba ganar al golf por sus clientes para retener la cuenta. El contrapunto genial era una suegra vividora y traviesa que constantemente tentaba a su hija para que abandonase esa vida absurda de urbanización de suburbio y viviese la vida loca.

Si lo pienso, Embrujada era LA excepción de un mundo nuevamente dominado por héroes masculinos. Por ejemplo, la desconocida señora Cartwright, fallecida seguramente al dar a luz al ceporro de Hoss, no trajo al mundo ninguna niña con la que dar un toque femenino al rancho Bonanza. Hasta el cocinero era un tío, chino para más señas. Pero a nadie le extrañaba. Aún era peor Viaje al fondo del mar, cuyo elenco estaba formado por los oficiales y marineros de un submarino y unas plantas carnívoras que, un episodio sí y otro también, devoraban a los segundos, faltaría más. Tíos eran los agentes de Cipol, Daniel Boone, el protagonista de Rompeolas (Troy Donahue, pero esta casi ni la recuerdo ¿eh?); la pareja de polis de Patrulla 54 (con Ernest Borgine a la cabeza), los de El Virginiano, Irosinde (Raymond Burr), o incluso los de las series inglesas como El Santo (Roger Moore) o ya en los setenta Los persuasores (Moore y Tony Curtis). Debo reconocer con vergüenza retrospectiva que me encantaban estas últimas en las que las mujeres tenían dos únicos papeles: ser rescatadas o ser conquistadas. Con suerte, los dos.

Nuestra 99

Superagente 86 y la agente 99
Superagente 86 y la agente 99

No es de extrañar por tanto que los chicos de mi generación estuviésemos enamorados de la única mujer real que habitaba, paradójicamente, la más disparatada de las series policiacas de la época: Superagente 86. La 99 era lo más cercano a un mito erótico que podíamos encontrar los chicos entre las protagonistas de las series. Yo me cabreaba seriamente cuando en algún episodio no aparecía la lista (salvo por estar enamorada del tarado de Max) y atractiva agente (Barbara Feldon). El genio de Mel Brooks, su guionista, ya hacía de las suyas en la tele. Es verdad que era mujer también la mitad de Los vengadores, pero no era lo mismo. Uno no se podía imaginar seduciendo a Diana Rigg sin que esta no acabase tronchándole el cuello.

Ah, y las series músico familiares. Todo un subgénero: Mamá y sus increíbles hijos, La tribu de los Brady, Los Monkees…Poco recuerdo de esos títulos, la verdad. La única familia que rememoro gratamente es Los Munsters, la que primero nos llegó a España de las dos casi idénticas que se peleaban en la tele estadounidense (la otra era La familia Adams). La madre, una crepuscular Yvonne de Carlo, intentaba como podía ser un ama de casa ejemplar.

Con el retraso oportuno, poco a poco nos fueron llegando las series de los primeros setenta, pero me parece que en realidad poco cambió: Cannon, Mannix, Colombo, Hawai 5.0. Tíos y más tíos. Aunque parezca que Jessica Fletcher fue la que vino a rescatar a las generaciones posteriores, en realidad quien lo hizo fue Canción triste de Hill Street (1981), con la que Steven Bochco demostró por primera vez que la televisión era un género en sí misma, diferente y tan digno como el cine. Pero para entonces yo ya tenía nómina.

Y para ser justos, después del palo que le he soltado al principio, con la Transición también llegaron los nuevos tiempos para la televisión pública y con ellos la gran renovación de las series españolas. Los Mercero, Marsillach y Diosdado empezaron a mostrarnos un país real y a conectar con la audiencia como nunca antes, más allá de Curro Jiménez y de nuestras clásicas adaptaciones de época, en las que, si no llegábamos al nivel de las inglesas, nos quedábamos cerca.

Sé que me dejo muchas (Los invasores, El fugitivo, Los intocables, la fantástica La dimensión desconocida -The Twilight Zone- que nunca nos dejaban ver-…) pero, como decimos en publicidad, esta es mi lista por “recuerdo espontáneo”, mi top of mind.

Contenido extra

Ahora, para los que han tenido la paciencia de llegar hasta aquí, un contenido extra. Un día, supongo que a principios de los noventa, mientras recorría los absurdos canales que nos servía la paellera de la tele por satélite, una escena vista en uno de ellos me llamó la atención y me detuve. Se trataba de un episodio de una mis series favoritas de la niñez, Perdidos en el espacio (1965-1968). La reconocí por el robot ese que cada vez que se le hacía una broma que no entendía decía “no computable” meneando los brazos. En la escena en cuestión, un androide vestido de forma estrafalaria (con una especie de capa hasta los pies) pero muy alto y con fuerza sobrehumana, lucha en desigual pelea con uno de los protagonistas, hasta que este queda malherido y colgando por sus brazos del abismo. El androide, supuestamente un ser racional y sin corazón, sin dudarlo un segundo agarra al ser humano y lo rescata. Para mi asombro, tras hacerlo, suelta un emotivo discurso en el que hace un canto a la vida humana, tan imperfecta y tan diferente a la suya de ser inteligente, pero artificial. Ahí lo dejo, especialmente dedicado a los seguidores de la Puerta de Tannhäuser.

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