Hombres en los cincuenta
Los colegios religiosos marcaron las primeras ideas respecto a las mujeres de muchos ‘babyboomers’

Aunque yo no lo ejerza, formo parte de la generación a la que pertenecen aquellos que están ahora en el poder. Podríamos definirla por los nacidos entre 1956 y 1966, más o menos, cincuentones en general o babyboomers a la española. Por eso creo que puede tener algún interés para este medio contar cómo fue nuestra educación sentimental, especialmente en relación con las mujeres. Lo malo es que solo puedo contarlo desde un punto vista, el mío, y quizás no sea yo muy representativo de mi generación. O sí. En cualquier caso, lo intentaré en sucesivas entregas, las que el tema dé de sí.
1/ El colegio de curas
En un nivel inconsciente, uno es lo que ha aprendido en los años de su primera formación: la infancia y primera adolescencia. Posteriormente podemos variar o crear nuestras ideas e ideales mediante una elaboración intelectual, pero esa huella primera nunca la perderemos, para bien o para mal.
Desde los nueve a los dieciséis años me eduqué en un colegio religioso de un barrio popular (los salesianos de Estrecho, en Madrid). Me imagino que cuando alguien ajeno a ello lee esto último, enseguida se hace una idea preconcebida de qué tipo de educación se trataba y más en relación con las mujeres. Sin embargo, como tantas ideas preconcebidas, es errónea en buena parte. Para empezar, los salesianos siempre han sido una orden bastante pegada a la tierra y al pueblo llano. Para seguir, vivíamos en plena era pos conciliar. Yo no tenía ni idea de qué era eso, como es lógico. Por eso no fue hasta mucho después cuando pude contextualizar recuerdos como que se cantara a Joan Baez en la iglesia, que los hermanos fueran vistos en bares con mujeres y que en el teatro del colegio actuara Rosa León cantando “Al alba” con el Gran Wyoming haciendo el ganso entre bambalinas (sería 1974).
¿Qué me transmitieron en el colegio religioso respecto del misterioso sexo femenino? En mi caso, una superioridad evidente. Me explicaré. Por un lado, estaba María Auxiliadora, la advocación máxima de la orden. La importancia que se le daba era bastante mayor que la dedicada al mismo Jesucristo, aunque suene herético. Segundo, los mensajes de los curas acerca de la futura vida de adultos nos proponían más o menos este planazo: teníamos que mantenernos lo más puros posible para ese ser superior, que aún no conocíamos, pero que nos guiaría por el buen camino y haría de nosotros algo menos inútil para la sociedad. Por tanto, una figura femenina, la esposa, tomaba el relevo de otra, la madre, en la dura tarea de hacer de nosotros hombres de provecho. Y es que, venían a decirnos, éramos una caterva de descerebrados que rozábamos la línea del reino animal, pero por dentro, y no pasaríamos al otro lado hasta que encontrásemos una mujer que nos encauzase. Al margen de roles, los mensajes transmitían la clara superioridad femenina en materia de inteligencia y sensatez.
No es de extrañar que la fiesta anual, en la que nos reunían con las alumnas salesianas del cercano colegio de Villamil, fuera una demostración palmaria de esos estereotipos. En un lado del gran patio nos apretábamos quinientos hotentotes divididos en grupos, intentando dejar patente quién era el más animal de cada uno, mientras en el otro, trescientas chicas disfrutaban entre risitas de esa lamentable demostración de masculinidad.
Otro hecho, muy particular de nuestro colegio, que venía a refrendar en nuestros obtusos cerebros la superioridad femenina, en este caso unida a la de la aristocracia, era la visita anual de la nuestra protectora, la Duquesa de Alba (en la foto). Doña Cayetana era dueña de una panificadora (decían) y un día al año nos reunían en el patio su honor para que ella en persona nos entregara una bolsita con unos cuantos bollos. Creo que solo lo viví una vez, pero recuerdo vivamente a curas y profesores perdiendo el oremus ante tan eximia (todo junto y sin “s”).
Naturalmente, esta superioridad femenina tenía una lectura negativa y es que toda mujer que no hiciese gala de la sensatez y contención sexual que le eran exigibles, pasaba a engrosar automáticamente la categoría de ya se sabe. Excepciones aparte, no es de extrañar que el amor platónico, que se decía, fuera tan habitual en nuestra época. Éramos muchachos acomplejados por nuestras pulsiones sexuales, sintiéndonos indignos de amar a una diosa con coletas y falda tableada que nos había mirado una tarde desde la otra acera, seguramente para intentar ver algo en el escaparate que le estábamos tapando con nuestra cara llena de granos. Algunos superaban rápidamente la situación con una experiencia menos mística. Otros tenían que esperar unos añitos. Pero de eso hablaremos otro día.
David Torrejón es periodista, publicitario y escritor