Alimentando el cambio

El movimiento hacia una alimentación más sana, consciente y sostenible parece una tendencia imparable. Sin embargo, no es verde (ni sano) todo lo que reluce en el negocio 'veggie'

Foto: Shutterstock.

El crecimiento del veganismo, el auge de los productos plant-based, el zero waste o la corriente worried foodies son algunos de los cambios que está viviendo el sector. El objetivo, convertirse en una industria que tenga más en cuenta nuestra salud y la del planeta. Sin embargo, no es verde (ni sano) todo lo que reluce en el negocio de la alimentación sana.

Hace una década, pedir leche de soja con el café o una opción de menú vegetariano todavía provocaba que más de una ceja se levantara. Comer vegano sin morir en el intento podía resultar entonces todo un reto. En la actualidad, sin embargo, proliferan los restaurantes veganos y cualquier supermercado de barrio tiene en su lineal un buen surtido de productos plant based. Salchichas elaboradas a base de proteína de guisantes o de soja; hamburguesas de tofu, quinoa y verduras; chorizos hechos con calabaza dulce, o patés a base de miso, champiñón y aceite de sésamo; cada vez son más las alternativas de platos elaborados sin productos de origen animal que se ofrecen listos para incorporar fácilmente a cualquier dieta. Y es que, como señala Carolina Agudo, directora de marketing, digital e ecommerce de Better Balance, “cada vez más personas, incluidas las que siguen una dieta omnívora, están incorporando productos 100% vegetales en su alimentación”.

Según la última edición del informe The Green Revolution, de la consultora Lantern, 4,5 millones de españoles mayores de 18 años se identifican como veggies (el 11,4% de la población). De ellos, 3,5 millones se consideran flexitarianos (aquellos que siguen una dieta eminentemente vegetal pero ocasionalmente consumen carne o pescado); 670.000 son vegetarianos y alrededor de 276.000, veganos. La diferencia entre estos dos últimos, por si alguien todavía no la tiene clara, es fácil: los veganos no consumen productos de origen animal ni producidos por animales, incluyendo carne, pescado, aves, huevos, productos lácteos o miel, mientras que los vegetarianos no comen carne, pescado ni pollo. Considerándolos a todos, el colectivo se acerca ya al millón de personas en nuestro país. Las mujeres son las grandes impulsoras de esta tendencia: la población femenina representa el 59% de los veggies y el 74% de los vegetarianos y veganos. Por edades, hay variedad, aunque los jóvenes (el 16% de los menores de 24 años sigue dietas veggies) y los mayores de 44 (13% de veggies) parecen los más dispuestos a reducir o eliminar por completo la carne de su dieta. Para Jaime Martín, socio fundador y CEO de Lantern, el auge de la tendencia plant-based viene determinada por una “conjunción de factores como la creciente adopción de hábitos de consumo consciente, especialmente entre los más jóvenes, la mejora notable de la satisfacción con la categoría, y la llegada de nuevas tecnologías que permitirán crear nuevos productos ganadores”.

Carolina Agudo (Better Balance): “Cada vez más personas, incluidas las que siguen una dieta omnívora, están incorporando productos 100% vegetales en su alimentación”.

Últimamente, también se habla mucho del impacto que la reducción del consumo de carne y productos lácteos podría tener sobre el medio ambiente. De acuerdo con un estudio de la Universidad de Oxford que publicó en 2018 la revista Science, al menos un 25% de las emisiones anuales de gases de efecto invernadero corresponden al sector de la alimentación. Según sus conclusiones, reducir el consumo tanto de carne como de productos lácteos podría reducir en dos tercios la huella de carbono que genera la industria. Incluir en nuestra dieta más alimentos locales y, sobre todo, de temporada, también ayudaría. Para Agudo, “más que hablar de una relación entre alimentación y sostenibilidad, hablaríamos de una relación de la innovación en estas dos vertientes, ya que la innovación es fundamental para el desarrollo del sector agroalimentario. Al implementar las últimas tecnologías, no solo se mejora la eficiencia y competitividad en toda la cadena de valor, además, se genera un impacto positivo para el entorno. Por eso, el sector agroalimentario ya es puntero por la cantidad y calidad de sus producciones, y reconocido por ello en los mercados mundiales”.

Sin embargo, no es verde ni sano todo lo que reluce en el negocio de la alimentación sana. ‘Healthy’, ‘vegano’ o ‘bio’ son etiquetas que se han puesto de moda y de las que a menudo se abusa. No todos los productos que se venden como tales son realmente saludables, y distinguir el grano de la paja no resulta siempre fácil para el consumidor medio. “La etiqueta ‘healthy’ es un poco cajón de sastre y ahí hay mucha publicidad”, reconoce la nutricionista clínica Marina Foncueva. “Si le preguntas por la calle a una persona qué es sano para ella, te va a decir que lo que no lleve grasas, ni azúcar, ni aditivos, ni tenga muchos hidratos. Pero, para mí, que algo no tenga azúcar o aditivos no significa que sea ‘healthy’. Primero hay que tener en cuenta qué estás comprando. Podemos clasificar los alimentos en dos grandes grupos: los que tienen una función nutricional, porque nos proporcionan vitaminas, minerales o macronutrientes (hidratos, proteínas y grasas) y los que no cumplen ninguna función nutricional pero igualmente son importantes, porque no podemos olvidar que la alimentación también tiene una vertiente emocional y cultural”. Por eso, recomienda, “si estás comprando unas galletas, nunca van a ser ‘healthy’ desde el punto de vista nutricional, así que mejor olvídate de etiquetas y elige las que más te gusten”.

Marina Foncueva (nutricionista): “Afortunadamente, cada vez hay más conciencia respecto a la necesidad de cuidarse, pero hay que tener cuidado para que esto no se convierta en una obsesión”

Que un producto no incluya ingredientes de origen animal tampoco lo convierte automáticamente en una opción saludable. “Hay que mirar la tabla de información nutricional de la etiqueta para comprobar, por ejemplo, que no incluya un exceso de sal o azúcares añadidos”. El problema es que las etiquetas también pueden llevar a engaños, porque a menudo los ingredientes aparecen enmascarados bajo otros nombres. El azúcar, por ejemplo, tiene más de medio centenar de nombres distintos. Glucosa, sacarosa, dextrosa, jarabe de glucosa, fructosa, oligofructosa, jarabe de fructosa, caramelo, miel, zumo de fruta concentrado, dextrina, malto dextrina, almidón modificado de maíz o tapioca son solo algunos de ellos. ‘Integral’ es otro de esos reclamos que a menudo no se corresponden con la realidad. “Si me estás vendiendo un pan integral, el primer ingrediente debería ser la harina integral, no me vendas un pan integral hecho con harinas refinadas”, indica Foncueva. “En cuanto a las grasas, deberíamos aprender a distinguir entre grasas refinadas, trans, saturadas o de mala calidad, como el famoso aceite de palma. Cuando en los ingredientes ponga ‘grasa vegetal’ puede ser aceite de oliva, pero también de palma. Si no especifica cuál es, piensa mal y casi seguro acertarás”.

La delgada línea entre preocupación y obsesión

Intentar comer bien es un objetivo muy loable, pero ¿en qué punto la preocupación por mantener una dieta sana y equilibrada se convierte en un problema? La ortorexia es un trastorno de la conducta alimentaria, surgido en los países desarrollados en los últimos años, que describe la obsesión patológica e irracional por la comida sana y la calidad de los alimentos. Las personas que sufren ortorexia se sienten obligadas a seguir una dieta restrictiva que, según los casos, puede excluir la carne, las grasas, los alimentos sin etiquetado ecológico, los aditivos, etcétera. Esta obsesión puede terminar acarreando carencias nutricionales y afectando a la salud mental. “Hemos pasado de la generación de nuestros padres o abuelos, que pasaron hambre durante la posguerra, a otra marcada por la obesidad y la cultura de la dieta, y entre medias se ha producido una globalización de los alimentos”, explica Foncueva. “Afortunadamente, cada vez hay más conciencia respecto a la necesidad de cuidarse, pero hay que tener cuidado para que esto no se convierta en una obsesión. Comer bien no consiste solo en centrase en el aspecto nutricional. El 80% de lo que ingerimos debería cubrir nuestras necesidades energéticas y de macronutrientes, pero no pasa nada porque, ahora que llega la Navidad, comas turrón. La comida tiene una dimensión emocional, social y cultural que es importante, como también lo son la variedad y cuidar las cantidades. Comer bien es encontrar el equilibrio entre cubrir las necesidades nutricionales y disfrutar de ese otro tipo de alimentos”.

Este reportaje se publicó primera en la edición número de 18 de Mujeres a Seguir en papel.

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