Maruja Torres, periodista: “Gracias al periodismo lo he pasado muy bien y he salvado la vida”
Torres ha recibido el galardón a la Trayectoria en los X Premios Mujeres a Seguir

Unos días antes de nuestra cita, Maruja Torres se convirtió en noticia después de que X (antes Twitter) decidiera suspender su cuenta por compartir mensajes sobre el conflicto entre Israel y Palestina. “Con 80 años y estoy hecha una tecnológica, quién lo iba a decir”, bromea. “Afortunadamente, tengo acceso a gente como Évole o Àngels Barceló, que me ayudaron a darle difusión. Y una vez lo conseguí, me bajé los pantalones, borré el tuit y recuperé la cuenta. Me divertí bastante, aunque estaba protestando por algo tremendo, y es que no permitan entrar a periodistas occidentales en Gaza. No les dejan entrar porque no quieren testigos de las matanzas. Esa es la virtud del periodismo, ser testigo”. A lo largo de su carrera, Maruja Torres ha sido testigo de muchas cosas, entre ellas, el final del franquismo, la llegada de la democracia a España y algunos de los grandes acontecimientos internacionales del último medio siglo. En reconocimiento a ese trabajo ha sido reconocida con el Premio MAS Trayectoria en la X edición de los Premios Mujeres a Seguir.
¿Cómo llegaste al periodismo? Porque ni hiciste la carrera ni tampoco había periodistas en tu familia.
En mi familia lo que había era camareros. Yo no fui al colegio, solo ocasionalmente iba a lo que entonces se llamaban ‘academias’. Era un entresuelo con un matrimonio como maestros. A veces no podíamos pagar ni eso y me quedaba en casa. Pero leía desde pequeña. Empecé con los tebeos, continué con los cuentos y seguí con los libros que iba pillando. Con 12 o 13 años me iba sola por el Barrio Gótico a leer libros en un banco hasta las 12 de la noche, que era cuando volvía a casa para que mi madre me riñera. Yo no sabía que eso se llamaba ‘romper el techo’, pero tenía el instinto de no querer ser como las mujeres de mi familia. A los 14 años conocí a Terenci Moix y a otra amiga, Amparito Miera, que trabajaba en una editorial y con la que intercambiaba libros. Para entonces, ya trabajaba en una oficina, pero un día tuve un golpe de suerte. Escribí una carta a un periódico, a Carmen Kurtz le gustó y me contrataron. Era un periódico de mierda. No por la gente que trabajaba allí, sino porque era prensa del Movimiento. En los dos cursos que pasé en un colegio de monjas del barrio aprendí a ser atea y en el tiempo que pasé en un periódico del Movimiento aprendí a ser antifranquista. Hacía cosas sin interés para la página femenina, pero comparado con estar en una oficina, aquello me parecía Hollywood. Después trabajé en Garbo, que era una revista del corazón, pero no como las de ahora, y pedí trabajo en Fotogramas. Allí fue donde encontré mi estilo.
¿Qué aprendiste en ‘Fotogramas’?
Escribir columnas tontas en un diario del Movimiento que leían cuatro era una cosa, y escribir de cine, que era algo que me gustaba, otra muy distinta, y a mí me preocupaba hacerlo bien. La directora de Fotogramas en esa época, Elisenda Nadal, una de las primeras mujeres en dirigir algo, me dio el mejor consejo que me han dado nunca: escribe como hablas. Ahí empecé a tener voz propia. Esa voz se vio luego sepultada durante el tiempo que estuve sin trabajo en Barcelona y cuando tuve que trabajar en Pronto, porque ahí, como comprenderás, lo que una intenta es tener la menos voz posible. En cuanto pude me vine a Madrid. Primero, a colaborar con un programa cultural de televisión y luego, con El País, gracias a Rosa Montero, que me dio trabajo en el Semanal, y a Juan Cruz, que me pedía cosas para Cultura. Pedro J. me hizo entonces una oferta para Diario 16 que yo utilicé para amenazar con irme, y al final me contrataron con columna. Disfruté allí tres o cuatro años, luego me fui a Cambio 16 y un par de años después volví con honores a El País, ya para lo que yo quería, que era hacer reportajes en el extranjero. Entonces empecé a viajar a Oriente Medio y América Latina. Chile y Líbano han sido, básicamente, mis grandes amores.
De todo lo que has hecho: política, cultura, periodismo de guerra, reportajes, entrevistas, columnas... ¿Qué es lo que más has disfrutado?
Sin lugar a dudas, el reportaje. No hacía falta que fuera de guerra, cualquier conflicto me iba bien. Antes, la cosa de la guerra no se solucionaba en tres días. Ibas, te tomabas tu tiempo, contratabas a un chófer –si pudiera ser, que hablara inglés– y poco a poco ibas aprendiendo los mecanismos para no ser engañada y poder comprobar las cosas. A la hora de escribir, sufría, pero también disfrutaba mucho. Entonces se podían hacer reportajes de veinte folios. El fotógrafo iba por su lado, si es que iba, o comprabas las fotos. Porque en según qué sitios no podías entrar con un fotógrafo y un montón de cámaras de esas de las de antes colgadas. En el 89 estuve en la primera invasión de Panamá. Fue el año en el que vivimos peligrosamente: antes había estado en la caída del Muro de Berlín, antes de eso, en la firma de los acuerdos de Taif, que supuestamente acababan con la guerra del Líbano, y había empezado el año con un asalto al cuartel de La Tablada, en Buenos Aires. Entre medias me daba tiempo a hacer cosas de cine.
Si entrar en algunos sitios siendo fotógrafo era difícil, tampoco debía resultar sencillo siendo mujer.
En algunos lugares lo hacía más fácil. Por ejemplo, en el mundo árabe. Enseguida descubrí que si me hacía la mujercita y me quedaba ahí, tipo mueble, nadie me miraba. En el maletero del chófer llevaba siempre una bufanda a medias y me sentaba a hacer calceta. Dejaban de verme y mientras tanto, yo escuchaba. O si quería entrar a un sitio, me inventaba una historia, me ponía a llorar y al final me dejaban entrar para que me callara. Hay que aprovechar las ventajas que da la desventaja.
¿Fue en esa época cuando viviste en Beirut?
No, eso lo hice después, en 2006, cuando ya no tenía ninguna obligación. Todavía estaba en El País, pero ya nadie me hacía caso, solo me publicaban las columnas. Me fui al Líbano sin decírselo a nadie y me pasé allí cinco años, pagándolo de mi bolsillo, hasta que lo entendí todo, porque aquello es muy complicado. Una vez lo entendí, pensé que mejor me volvía a Barcelona, que había más agua corriente.
"La directora de Fotogramas, Elisenda Nadal, una de las primeras mujeres en dirigir algo, me dio el mejor consejo que me han dado nunca: escribe como hablas. Ahí empecé a tener voz propia".
En Cambio 16 hiciste también reportajes gonzo.
El undercover me gustaba mucho, era excitante. Me hice novia de un legionario para entrar en el cuartel de Fuerteventura. No porque yo me fuera follando a tíos para hacer reportajes, sino porque pedimos permiso al Estado Mayor y el general Sáenz de Santa María dijo que ni de coña. Allí descubrí que engañaban a los chicos para que se metieran a la Legión diciéndoles que era algo estupendo y luego les hacían pasar por tales humillaciones que algunos acababan suicidándose dándose de cabezazos contra la pared. Lo hice también cuando Pedro J. me pidió que me hiciera pasar por gitana para entrar en un poblado. Fui al Rastro y me compré cosas para disfrazarme de vendedora de medias. Conseguí un contacto, una chica gitana que estaba en el ajo y que venía conmigo. Ahora solo podría estar undercover en un asilo de ancianos.
¿Qué hace falta para ser buena periodista?
Ahora trabajáis con tal presión que casi diría que lo que necesitáis es aguante y saber que verdaderamente esta es vuestra vocación, porque si no, no vale la pena. Luego, profesionalmente, tienes que haber leído mucho, tener curiosidad, saber distinguir la paja del grano y escribir con la mayor claridad posible. Si encima tienes buen pulso narrativo, pues la hostia. Es un trabajo duro, pero si tienes vocación, es precioso. Gracias al periodismo lo he pasado muy bien y he salvado la vida. Pero nadie dijo que esto fuera fácil o que te iban a dar el Pulitzer solo por abrir la boca.
¿Cómo ves la profesión hoy?
Hay tanto exceso de árboles que pueden impedirnos ver el bosque, pero creo que sigue habiendo buenos periodistas. También capataces y, por encima de todo, empresas que ya no sabemos quiénes son. Lo que falla no es la base, es la gente que cree que hay que llenar media web con tonterías y la que no respeta nada y hace el refrito de un refrito del refrito de un tuit. Todos hemos pasado por muchos aros, pero si esa gente cree que eso es periodismo de verdad, tiene un grave problema.

¿Cómo has vivido el resurgir del feminismo de estos últimos años?
Lo he vivido con placer. Para mí el momento más emocionante fue cuando Gallardón quiso revocar la Ley del Aborto, se organizó el tren de las mujeres y vimos que las jóvenes estaban en la estación esperándonos. Ahí me dije: esto vuelve. Porque estábamos un poco aletargadas. Pensábamos que lo habíamos logrado todo y no era verdad. Ahora creo que el movimiento de las mujeres es imparable, porque las jóvenes son muy conscientes.
¿La literatura te ha aportado cosas distintas al periodismo?
Para empezar, un par de premios y un poco de dinero que me vino bien para comprar un piso que luego vendí y que ahora es mi pensión. Eso me ha permitido no tener que firmar contratos de confidencialidad en ninguna parte y poder seguir diciendo lo que quiero, mantener mi propia voz, que para mí es muy importante. Pero yo no soy una buena novelista, no soy Carmen Martín Gaite ni Ana María Matute. He hecho libros, pero no tengo ninguna pretensión de perdurar en las estanterías. Yo soy una narradora de periódicos. Todavía sueño con hacer reportajes. Pero hasta en mis sueños, llego a la redacción, todo está lleno de pantallas, no conozco a nadie y me pagan poco. Y entonces me despierto.
¿Es la vejez como esperabas o hay algo que te haya sorprendido?
La vida te sorprende cada día. Procuro echarle mucho sentido del humor, reconocer mi edad, quedarme en casa y no joder a nadie. Lo que me da miedo no es la muerte, es el cómo. Cuando llegue el momento, espero tener cerca un médico amigo. Hice los 80 en marzo, así que, como decía Serrat, guárdate el ticket de este concierto que puede ser el último.