Al norte de Kenia, a orillas del lago Turkana, se asienta una de las tribus más pobres del mundo, los turkanas. Habitan una zona árida y calurosa en la que las condiciones sanitarias son tan escasas como los recursos. Con el objetivo de ayudarles nació, en 2004, el proyecto Cirugía en Turkana, promovido por cirujanos de varios hospitales madrileños. Cada año se desplazan hasta allí para operar a personas que de otra forma no podrían ver a un médico. Silvia Bajo, profesional con amplia experiencia en el mundo de la comunicación y marketing, ha viajado esta vez con ellos.
Viajé a Turkana a principios de este año. La región me sonaba por el fósil encontrado allí de un niño que vivió hace 1.600 millones de años, el esqueleto de nuestro ancestro mejor conservado que se ha hallado, conocido como el ‘niño de Turkana’. Sabía que estaba al norte de Kenia y que tenía un lago bastante grande, poco más. El resto me lo contó mi amiga Carmen Hernández, una cirujana del Hospital Clínico de Madrid que lleva dieciocho años viajando allí con un grupo de médicos que operan todo lo que sea operable en aquel terreno y con aquellas condiciones. En la campaña de 2022 han visto y diagnosticado a mil pacientes y han realizado cuatrocientas intervenciones quirúrgicas en dos semanas. ¡Casi nada!

Después de unos meses que me han permitido reposar el impacto y el shock emocional que me produjo, creo que soy capaz de destilar lo que me traje conmigo de ese viaje. Lo primero que me viene a la cabeza al pensar en Turkana es lo extremo que resulta todo allí. Es un lugar radical, que no admite comparaciones con otras regiones ni con otras etnias. Porque se puede ser pobre en muchos lugares del mundo, pero hasta en la pobreza hay diferencias. Los turkana no tienen nada, viven en una tierra preciosa pero hostil, incapaz de dar nada porque carece de agua, donde solo las acacias son capaces de crecer y donde los más afortunados son los seminómadas que pastorean algunas cabras, siempre en busca de agua.
Viven en mañatas, una especie de chozas construidas con palos. Dentro cocinan, comen y duermen. Toda la familia se apretuja en un único espacio que a veces acaba resultando una ratonera en la que quedan atrapados por el fuego. Esto lo saben muy bien los médicos de la campaña, que año tras año tratan quemaduras severas, especialmente en niños.

El siguiente recuerdo que me traje es la paciencia con la que viven, con la que se mueven, con la que pueden esperar un día entero a que llegue su turno para ser atendidos cuando los médicos de Cirugía en Turkana están en el hospital de Lodwar. Hasta esa ciudad tienen que desplazarse el día de la cita. Son personas que nunca han tenido nada y tampoco lo esperan, pero puede que este año sí haya una oportunidad para lo suyo, ahora que los daktari mzungu —como llaman a los médicos blancos— están allí. Si no es este año, quizá sea el que viene…
Ese ‘lo suyo’ por lo que esperan es producto de la falta de atención más extraordinaria. La ratio que allí tienen de un médico por cada 70.000 habitantes provoca que lo que en el primer mundo no son más que pequeños problemas que solucionamos casi de forma ambulatoria, allí se conviertan en patologías tan extremas como la tierra en la que viven: quistes del tamaño de balones, tumores maxilares que alcanzan el hombro o úteros que literalmente quedan fuera del cuerpo y oscilan entre las piernas debido a tanto parto y tantas carencias.

Los turkana conviven con todo esto de forma normal. Su mundo es así y ellos están adaptados. Lo curioso es que los médicos también normalizan esa situación en cuanto llegan. Parece que operar a 40 grados, con la compañía de alguna mosca y con cabras paseando por delante la puerta del quirófano fuera para ellos lo habitual, y eso, más allá de sus capacidades, me parece admirable.
El trabajo de médico en campaña es frenético. En cada quirófano operan a la vez en dos camillas para optimizar el tiempo. Más de veinte profesionales han participado este año, entre anestesistas, ginecólogos, pediatras, cirujanos generales y maxilofaciales. Cumplen a rajatabla el plan de trabajo que se diseña cada mañana, mientras la microbióloga del equipo, la doctora Colom, continúa su investigación sobre enfermedades olvidadas aquí, pero muy presentes allí, como el micetoma o la malaria. No son médicos normales, son activistas sanitarios.

Mi último aprendizaje tiene que ver con todo lo que nos une, que es mucho más grande y más relevante que lo que nos diferencia. Me resulta evidente sobre todo cuando pienso en las mujeres turkana. Veía a las mammas entrar con sus hijos a la consulta donde Carmen las examinaba con la misma cara de preocupación por el diagnóstico que tendríamos cualquiera de nosotras en una consulta con nuestros hijos. La mayoría no entendía las explicaciones en inglés, pero buscaban la mirada y la traducción de la enfermera local que está para ayudarles a comprender.
Son mujeres bellísimas, vestidas, en su mayoría, con mantas turkana, parecidas a un pareo un poco más consistente. Se adornan con collares de colores al que añaden uno metálico y con candado si están casadas. En esos casos no suelen ser la única mujer de la familia, porque la poligamia (masculina, por supuesto) está permitida. Pero ellas no rivalizan, sino que se organizan como un clan: se protegen, se defienden y cuidan de los hijos de las demás cuando tienen que ir a por agua a kilómetros de distancia o andan ocupadas pariendo otro hijo más.

Del viaje he vuelto sintiendo un respeto gigante por este pueblo y por este proyecto de médicos y personas extraordinarias que hacen un trabajo que va más allá de la cirugía.
Ejoknoi Turkana.
Este reportaje se publicó primero en la edición número 15 de Mujeres a Seguir en papel.