Mi experiencia en Mauritania
Gema Reig, patrona de Save The Children, escribe acerca de su experiencia en el país africano

El Sahara impone su ley en Mauritania, un país en el que las sequías y crisis alimentarias son un problema crónico. Save the Children está presente allí desde 2006 desarrollando programas de protección a la infancia y a las familias. Gema Reig, directiva de Abanca y miembro del patronato de la ONG, escribe acerca de su experiencia sobre el terreno con el equipo de la organización que, desde Bassikounou, trabaja en los proyectos locales y en el campo de refugiados de Mbera, principal punto de acogida de los exiliados por la violencia yihadista de la vecina Malí.
Suena el móvil. Es Elvira Sanz, presidenta de Save the Children España, que me propone acompañar al equipo ejecutivo de la organización a visitar nuestros programas en Mauritania. No lo dudo ni un minuto y me lanzo con un sí en la misma llamada.
Save The Children me ha dado la oportunidad de ejercer el voluntariado, al margen de mi actividad laboral, formando parte de su patronato. Este viaje me ha permitido, además, tomar conciencia de la realidad a la que nos enfrentamos y ser testigo del impacto que Save the Children tiene en la protección de los derechos de los niños y niñas mauritanos y malienses. También observar de cerca los programas que desarrolla allí en materia de salud, nutrición, educación y protección.
Me gustó muchísimo conocer personalmente a Siw Dörte, una mujer extraordinaria de enorme mérito que dirige la organización en Mauritania desde nuestra sede de Nouakchott, donde nos recibió. Y disfruté muy especialmente de la convivencia con los equipos que trabajan en nuestras bases de Bassikkonnu, Nouadhibou y Kaédi, personas que dedican su vida a la protección de la infancia en uno de los países más pobres del mundo, donde más del 50% de la población es menor de 18 años.

El principal reto para Save the Children allí es alcanzar cambios duraderos en la vida de niños y niñas y contribuir a la reducción del índice de desnutrición aguda en niños de 0 a 5 años. En lo que respecta a la educación, el 70% de los menores de 25 años no pasan de primaria y solo un 25% de las niñas acceden a la escuela. Son estadísticas demoledoras que también queremos cambiar.
Son muchos los proyectos que Isla Ramos, deputy CEO de la organización, y yo pudimos visitar, pero quizá las situaciones más duras que vimos fueron la de las niñas víctimas de la violencia sexual, casos en los que Save the Children actúa en colaboración con otras ONG y las autoridades locales. Unas seis niñas llaman cada día a uno de estos centros en busca de ayuda. Muchas son repudiadas por sus propias familias, forzadas a abortar y tienen un alto riesgo de caer en las redes de prostitución. Las asistentes las acompañan de forma integral. Algunas de ellas se quedan hasta dos años acogidas allí para aprender a leer, formarse en una profesión e intentar transformar su tragedia en una oportunidad de futuro.
Los médicos, matronas y psicólogos del proyecto con los que pudimos hablar coincidían con nosotras en que la sensibilización es la clave para la prevención y la lucha contra la violencia sexual. La mutilación genital se sigue practicando en el 80% de las zonas rurales de Mauritania y una de cada tres niñas y adolescentes se ven empujadas al matrimonio infantil.
El clima es árido, sin apenas lluvias ni vegetación. Mucha arena, algunos matorrales y una temperatura de más de 47 grados al llegar a nuestra base en Bassikounou para visitar, al día siguiente, el campo de refugiados de Mbera. Aquí la vida se organiza en torno al agua. Impresiona ver tantos niños de camino a los escasos pozos, en carros tirados por burros que transportan grandes bidones. Muchos no van a la escuela y colaboran en estas tareas para subsistir. Una de las recomendaciones del equipo de seguridad fue: “No llevéis la botella de agua a la vista en la mochila, sería un signo de ostentación”. Muy triste.

En el campo de Mbera, en Mauritania, hay más de 67.000 malienses que se han visto obligados a dejar sus hogares por un conflicto que empezó en 2012 y no tiene visos de fin. Los primeros llegaron huyendo de la guerra hace una década y en el primer trimestre de este 2022 lo hicieron cerca de 7.000 desplazados más. Impresiona ver en qué condiciones llegan al punto fronterizo de Fassala, donde son registrados y se les asigna un espacio en el campo. Son poblados enteros que vienen huyendo del yihadismo, de la violencia y el horror. La mayoría, mujeres y niños, madres desesperadas y valientes que dejan todo atrás para proteger a sus hijos. Creen que su estancia en el campo será temporal, pero la realidad es que la mayoría acabarán quedándose allí muchos años.
Me doy cuenta de que la vida en Mbera es un reto diario de supervivencia. Viven sin electricidad, con pocas letrinas y sin suministro de agua. Al menos, gracias a la cooperación internacional, obtienen unos litros de agua y unas raciones de comida por familia al día. La asistencia sanitaria y el acceso a educación en el campo también están garantizados a día de hoy.
Con el conflicto en Mali fuera de control, Mohamed Ag Malha, conocido como Momo, líder de los refugiados e interlocutor con más autoridad de cara a las organizaciones internacionales, nos dice que es muy posible que su pueblo no pueda volver a su tierra. Ante la escasez de recursos, la convivencia se ha convertido en el reto fundamental, y son las mujeres las que están impulsando la cohesión y facilitando la integración con las comunidades agrícolas y de pastoreo tradicional del entorno. Sin ellas podría haber saltado la chispa del conflicto en cualquier momento. Las mujeres son especialmente activas en Mbera: desde organizarse en cooperativas que trabajan en los campos, hasta trabajar como panaderas, modistas o peluqueras.

Son maravillosos los espacios de Save the Children para los más pequeños. Espacios seguros de juego y aprendizaje donde las madres pueden dejar a sus hijos mientras trabajan en las labores básicas. También fue muy gratificante visitar el centro de conectividad de la organización y ver la ilusión con la que muchos jóvenes aprenden informática. Es durísimo ver que muchos de ellos llevan años sin salir del campo y no han vivido otra cosa. Su única oportunidad de conocer un mundo mejor está en los proyectos de protección y educación de Save the Children.
El futuro del campamento y del distrito local de Bassikounou, que juntos equivalen a la cuarta localidad más poblada del país, depende de la cohesión pacífica de ambas comunidades. La labor de acceso a la educación que la organización hace en Bassikounou está siendo decisiva para facilitar esa integración y favorecer cambios sociales duraderos.
Y, sin duda, lo que más me conmocionó de todo el viaje fue asistir a una de las clases en la Escuela de Alfabetización de Mujeres que Save the Children mantiene, en colaboración con Unicef, en Bassikounou. Al entrar en la clase, íbamos acompañadas por el equipo local y el traductor, que nos presentó a Isla y a mí como las “directoras de Save the Children” que veníamos a conocer el centro. Al principio estaban algo serías y un poco retraídas, pero muy pronto conectamos, creándose una atmósfera de complicidad muy especial y una conversación fluida. Incluso nos preguntaron si podíamos enseñarles francés, además de a sumar, restar, leer y escribir, para que en nuestra próxima visita pudiéramos hablar directamente entre nosotras. Fue tan impactante para mí que al meternos en el coche de vuelta a la base, no pude evitar emocionarme y la garganta se me agarrotó como nunca impidiéndome hablar durante un buen rato.
Se mostraban admiradas de ver a mujeres dirigiendo a hombres. La verdad es que fueron ellas las que nos dejaron impresionadas a nosotras por su hambre de aprender y su ilusión por progresar. Nos decían muy convencidas que ellas querían convertirse en referentes dentro su comunidad, especialmente para sus hijas. Una auténtica lección de vida.

Este reportaje se publicó primero en la edición número 15 de Mujeres a Seguir en papel.