Se buscan nuevos líderes
Hoy más que nunca, la sociedad y las empresas demandan habilidades y perfiles diferentes, sobre todo, para sus puestos de responsabilidad

En estos tiempos de cambio climático, virus mutantes y guerras a las puertas de casa, los países y las empresas ya no pueden permitirse el lujo de colocar en posiciones de responsabilidad a personas que se ajusten a un cierto tipo y rezar para que den la talla. Necesitamos ideas innovadoras y un nuevo estilo de gestión que responda a lo que la sociedad demanda. Necesitamos liderazgo y lo necesitamos ya.
Uno de los cursos más populares en la Escuela de Negocios de Harvard promete enseñar a los líderes del futuro una habilidad tan importante como elusiva: administrar la felicidad. De un tiempo a esta parte, los cursos sobre felicidad, relaciones interpersonales y bienestar se han situado entre los más solicitados en las escuelas de negocio de renombre. Esto demuestra que, uno, también los ejecutivos del mañana aspiran a una vida más equilibrada y a mantener una mejor relación con sus empleados, y, dos, que el mundo corporativo empieza a demandar un nuevo tipo de perfil alejado del jefe autoritario que había dominado hasta ahora.
A finales de verano del año pasado, cuando millones de empresas se veían obligadas a echar el cierre y la economía trataba de recobrar el pulso tras el frenazo casi total que supuso el confinamiento, los trabajadores estadounidenses sorprendieron al mundo abandonando de forma masiva sus puestos de trabajo. Así, mientras la mayoría nos agarrábamos con uñas y dientes a nuestros empleos, millones de personas en Estados Unidos decidían al unísono, como siguiendo el dictado de un pacto secreto, decir adiós a sus trabajos voluntariamente para ir en busca de pastos más verdes: mejores condiciones, emprender proyectos personales o pasar más tiempo con familia o amigos. El goteo de dimisiones se ha mantenido constante desde entonces y se calcula que unos 50 millones de estadounidenses han abandonado sus puestos de trabajo en los últimos meses.
El fenómeno, bautizado como la ‘gran dimisión’, ha tenido repercusión en países europeos como Italia, donde un millón de empleados dimitieron el año pasado. No es el caso de España. Aquí no se ha registrado una cifra relevante de renuncias (apenas 30.000 el año pasado), lo que probablemente se deba más a las particularidades del mercado laboral español (que tiene una de las tasas de paro más elevadas de la UE y unas indemnizaciones por despido que desincentivan la marcha sin otra opción sobre la mesa) que a una falta de ganas por parte de los trabajadores. Y es que, según un reciente informe publicado por Hays, el 43% de los españoles reconocen estar quemados en su actual empleo. Lo que tenemos en España son casi 110.000 puestos de trabajo sin cubrir, la mayoría en el sector servicios, donde las condiciones laborales suelen ser precarias.
Todo esto ha contribuido a poner de relieve algo que si antes podíamos intuir, ahora ya es evidente, y es que la insatisfacción de buena parte de los empleados y la guerra abierta por atraer y retener el talento serán dos de los principales retos a los que tendrán que enfrentarse las organizaciones a corto plazo. Los acontecimientos que han sacudido al mundo en los últimos tiempos parecen haber afectado a nuestras expectativas sobre cómo queremos vivir y trabajar, especialmente en el caso de las nuevas generaciones. Muchos trabajadores están replanteándose sus prioridades y empiezan a valorar aspectos a los que quizá antes no concedían tanta importancia, como el bienestar, la salud o la flexibilidad laboral. “Las compañías por las que están optando esos nuevos talentos a los que todos queremos atraer son las que ofrecen una propuesta de valor más compatible con el estilo de vida al que esos jóvenes profesionales aspiran”, explica Luisa García, socia y CEO para Europa de la consultora LLYC, que aprecia también, entre los jóvenes y los no tan jóvenes, “una necesidad cada vez mayor de dar un sentido de propósito a su labor. Experimentan la imperiosa necesidad de sentir que están en un sitio coherente con sus valores y principios”.
También el papel de los líderes, su misión y propósitos están, en estos tiempos inciertos, en tela de juicio. “En épocas de bonanza es fácil confundir a personas que no lo son con verdaderos líderes”, explica Lucila Finkel, directora del curso de experto en equipos de trabajo y liderazgo de la Universidad Complutense de Madrid. “Tiende a atribuírseles esa capacidad en virtud del puesto que ocupan, y cuando llegan los problemas, nos damos cuenta de que en realidad eran líderes coyunturales. Los que perviven en épocas difíciles son capaces de marcar objetivos, alinear voluntades para dirigirse hacia esos objetivos y formar equipos que sean capaces de llevarlos a cabo”.
Ahora más que nunca, la sociedad, las empresas y las personas necesitan fórmulas de liderazgo diferentes que funcionen en este nuevo paradigma laboral. “Vivimos en un mundo donde, como decía Heráclito, lo único constante es el cambio. Ante tal escenario, necesitamos líderes resilientes que sean capaces de lidiar con la ambigüedad, afrontar la adversidad y generar en ella oportunidades”, asegura Alba Méndez, partner de Badenoch+Clark, la división del Grupo Adecco especializada en perfiles directivos. “El éxito de los líderes de hoy depende de su capacidad de ser ágiles, de actualizarse y reciclarse a sí mismos y a sus equipos”. En esta cultura corporativa que se está imponiendo, las empresas empiezan a demandar, especialmente para sus puestos de responsabilidad, otro tipo de cualidades diferentes a las tradicionales. “Atrás ha quedado el estilo de dirección autocrático, donde todo el poder recaía en el líder y el flujo de comunicación era unidireccional. Hoy en día, buscamos guías que nos inspiren, honestos, cercanos, innovadores y con visión de futuro para adaptarse a los cambios”, apunta Méndez. “En el contexto actual de las sociedades avanzadas, el modelo o estilo de liderazgo más valorado implica una mayor atención a los problemas globales, una sensibilidad hacia la interculturalidad y hacia la diversidad, y contar con determinadas capacidades personales que permiten adaptarse a los contextos volátiles, inciertos, complejos y ambiguos”, coincide Finkel.

Para Isabel Linares, senior counselor de PwC, la empatía es hoy en día el atributo que marca la diferencia. “Obviamente hay elementos como el salario, la flexibilidad o la carrera profesional que tiene mucho peso, pero el hecho de contar con compañeros, jefes u organizaciones ‘empáticas’ es lo que hace que todo eso funcione. Saber gestionar las emociones, saber identificar aspiraciones o saber ponerse en el lugar de los demás es la clave. Y para ello, nada mejor que saber escuchar, que es una habilidad que no es innata y requiere práctica. Puede parecer una obviedad, pero es importante tener claro que el líder que escucha bien sabrá gestionar bien”.
Parece, por tanto, que ahora se valoran más cualidades relacionadas con la escucha activa, la comunicación, la colaboración o la capacidad de aprendizaje; las famosas soft skills, habilidades hasta ahora menos valoradas y que, tradicionalmente, han cultivado más las mujeres. Las mujeres están jugando un papel muy relevante en la redefinición del concepto de liderazgo, quizá, como propone Linares, “debido a su entusiasmo y a su compromiso tras haber sufrido siglos de desigualdad”. Luisa García habla del “círculo virtuoso” del liderazgo femenino: “Puede que, al haber más mujeres en posiciones de liderazgo, esos atributos que, por lo que sea, a las mujeres nos resultan más fáciles de ejercer, se hayan ido normalizando en las organizaciones. Y puede que escuchar más, colaborar más, comprometerte más genere, a su vez, un entorno más receptivo a ese tipo de liderazgos. No se trata tanto de encontrar la causa-efecto, sino de seguir alimentando ese liderazgo más diverso y adaptado a los que se demanda en la actualidad”.
La gestión eficaz que muchas jefas de gobierno hicieron durante las primeras fases de la pandemia también llevó a muchos a plantearse si no habría algo en su forma de gestionar que haga de ellas mejores líderes, especialmente en situaciones de crisis. Muchos análisis sobre la gestión de la pandemia coinciden en señalar que entre los gobiernos que afrontaron la crisis del coronavirus con más aplomo, firmeza y sentido común había una sorprendente cantidad de mujeres al mando. Sorprendente, sobre todo, porque las mujeres al frente de gobiernos son como los arcoíris, un fenómeno bonito pero poco frecuente: en el mundo hay actualmente 194 países soberanos y solo 22 jefas de Estado o Gobierno.
Jacinda Ardern fue una de las dirigentes más aplaudidas durante esos meses. El estilo decidido, cercano y empático con el que la primera ministra neozelandesa afrontó esos primeros tiempos (cerrando fronteras y limitando aforos antes de tener siquiera un muerto, reconociendo miedo e inquietud ante la situación, lanzando mensajes a los ciudadanos a través de redes sociales desde el sofá de su casa) disparó su popularidad por encima del 80%. Angela Merkel (Alemania), Mette Frederiksen (Dinamarca), Erna Solberg (Noruega), Sanna Marin (Finlandia), Katrín Jakobsdóttir (Islandia) o Tsai Ing-wen (Taiwán) también se contaron entre los líderes que actuaron antes y de forma más enérgica contra la pandemia. No se trata solo de una impresión: un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Reading y Liverpool reveló que había una diferencia “significativa y sistémica” en el número de muertes y casos relacionados con la Covid-19 entre los países con mujeres y hombres al mando. ‘Las líderes femeninas mundiales, aclamadas como la voz de la razón en medio del caos del coronavirus’, rezaba el titular de un artículo de The Washington Post publicado esos días. Que precisamente fueran ellas las que se crecieran en esas circunstancias no resulta sorprendente a juicio de Verónica Fumanal, presidenta de la Asociación de Comunicación Política: “Casi todas las mujeres que alcanzan estas cuotas de poder han tenido que demostrar que sus capacidades son infinitamente superiores a las de sus homólogos masculinos. Tienen unas cualidades que las hacen excepcionales al llegar a puestos de liderazgo”.
Su forma de actuar, basada en el sentido común y el consejo de los expertos, contrastó de manera evidente con el estilo desafiante, errático o directamente irresponsable con el que colegas como Donald Trump, Boris Johnson, Jair Bolsonaro o Narendra Modi afrontaron la pandemia. Y, sin embargo, como las urnas se encargan de demostrar una y otra vez, el modelo de líder personalista y autoritario que estos últimos representan sigue siendo atractivo para millones de personas. “Estamos asistiendo a una fragmentación de la opinión pública como no se había visto”, confirma Fumanal. Eso significa, entre otras cosas, que los liderazgos son más efímeros que nunca “No es una meta que se obtiene, como el carnet de conducir. El líder puede serlo un día y dejar de serlo al siguiente. Pablo Iglesias es un claro ejemplo”. También implica que el liderazgo es una cuestión más debatible que nunca y que los líderes lo son o no en función de a quién preguntes. Vladimir Putin, por ejemplo, es, para gran parte del mundo, un criminal de guerra y un villano que nos ha situado al borde de la Tercera Guerra Mundial. Pero también es un héroe para sus seguidores. Todo al mismo tiempo.

Belicismo desatado, desprecio al diferente y utilización del miedo como arma. El presidente ruso es un modelo paradigmático de masculinidad tóxica. Sin embargo, hacer un análisis de los estilos de liderazgo basándose únicamente en la variable del género sería simplificar demasiado las cosas, a juicio de la presidenta de la Asociación de Comunicación Política, para quien están más relacionados con la forma de gestionar los equipos que con los genitales de la persona al mando en cuestión. “La etiqueta ‘femenino’ o ‘masculino’ que se les ha puesto tiene más que ver con los estereotipos de género que con la realidad”, asegura. El estilo de Barack Obama, por ejemplo, era mucho más ‘femenino’ que, pongamos, el de Margaret Thatcher. Y todos conocemos a nuestro alrededor ejemplos de jefas dominantes y tiránicas y de jefes compasivos y conciliadores.
La mala noticia es que la solución para construir mejores empresas y sociedades no es, por tanto, tan sencilla como poner más mujeres al mando. En los últimos años, también hemos tenido ejemplos notables de líderes empresariales que han demostrado que el género no es garantía de nada. La reciente dimisión de Sheryl Sandberg, número dos de Facebook, y el anuncio de la fundadora y CEO de la firma cosmética Glossier, Emily Weiss, de que en unos meses dejaría su cargo, ha provocado estos días una avalancha de titulares sobre el fin de la ‘era de las girlbosses’, un concepto acuñado a mediados de la pasada década que acabó convirtiéndose en una suerte de fantasía laboral a la que aspirar.
En 2014, Sophia Amoruso, ex directora ejecutiva de la firma de moda rápida Nasty Gal, publicó un libro de memorias (que luego Netflix convirtió en serie) titulado #Girlboss. El término empezó a usarse para designar a una nueva estirpe de líderes empresariales femeninas, jóvenes y ambiciosas, que habían venido a dinamitar los techos de cristal y arrebatar por fin el poder a los hombres. Las girlboss levantarían imperios sobre los escombros del patriarcado, empresas tan exitosas como justas en las que reinaría la igualdad y empoderarían a mujeres y minorías. Poco antes, Sandberg había publicado Lean in (Vayamos adelante), una mezcla de memorias, manifiesto y guía con consejos para ayudar a las mujeres a progresar en el mundo de los negocios. El libro fue un éxito de ventas y convirtió a Sandberg en un icono del feminismo liberal. Ambos títulos coincidían en encumbrar la ambición empresarial femenina como una forma de activismo, establecer una equivalencia entre búsqueda del poder y búsqueda de la igualdad y concluir que el éxito de ejecutivas y empresarias acabaría elevando también a las mujeres que tenían por debajo. La experiencia demostró después que esto no tenía por qué ser así y que ese tipo de jefa no era necesariamente mejor que sus antecesores.
Fascinados por el evidente contraste que las girlboss ofrecían con el modelo de jefe blanco y cisgénero que, tradicionalmente, había dominado los ámbitos del poder empresarial, los medios encumbraron a estas autoproclamadas líderes del feminismo corporativo. Menos de una década después, muchas de ellas han acabado dejando sus empresas en medio de escándalos. Sin ir más lejos, Nasty Gal, la empresa de Amoruso, terminó declarándose en bancarrota, no sin que antes salieran a la luz historias sobre el ambiente tóxico de la empresa y de convertirse en objetivo de una demandada por discriminación que alegaba que se había despedido ilegalmente a varias empleadas embarazadas.
Netflix canceló la serie sobre Amoruso antes de abordar los escándalos de su empresa. Pero otros títulos como Inventing Anna, el programa de la plataforma sobre la estafadora de la élite neoyorquina Anna Sorokin, o The Dropout, la serie de Hulu que narra el auge y la caída de Elizabeth Holmes, la empresaria de Silicon Valley que se hizo multimillonaria gracias a un invento que nunca funcionó, entran más a fondo en los claroscuros de la cultura girlboss. Los medios que en su momento celebraron su advenimiento parecen ahora igual de hechizados por su hundimiento.
Si el fenómeno existió realmente o fue más bien un invento de los medios es una cuestión debatible, lo que sin duda era real era la ilusión que lo rodeaba. El deseo de mejorar los lugares de trabajo haciéndolos más inclusivos y las barreras a las que siguen enfrentándose las mujeres en el mundo corporativo también eran una realidad. Como lo es la doble penalización que siguen sufriendo las mujeres en roles de liderazgo. Una reciente investigación de la consultora LLYC que analiza las diferencias en el discurso en redes sociales sobre mujeres y hombres líderes en los ámbitos de la política, la empresa o el periodismo profundiza en esa idea. Según sus resultados, hay atributos, como la arrogancia o el carácter controlador, que generan un sentimiento dos veces más negativo cuando se asocian a mujeres. Se las castiga por ambiciosas, pero tampoco son apreciadas por ser empáticas, serviciales o constantes en sus esfuerzos. “Se nos critica tanto si ejercemos comportamientos atribuibles al liderazgo masculino como al femenino. Si un hombre se comporta de manera autoritaria es un líder, si lo hace una mujer es una mandona. Pero si somos empáticas, también nos acusan de ser demasiado blandas. Las mujeres no tenemos manera de ganar”, se lamenta Luisa García. “La expresión del liderazgo auténtico es compleja y, en el caso de las mujeres, todavía lo es más. Dado que tenemos una visión del liderazgo muy asociada al hombre, todavía no sabemos muy bien dónde colocar a las mujeres líderes y, por tanto, se las cuestiona por todo”. La única forma de evitarlo, asegura, sería que las personas que ocupan puestas de poder dejaran de ser evaluados en función de un modelo establecido y empezaran a serlo función de sus resultados y de su forma de gestionar; es decir, por lo que son.

Este reportaje se publicó primero en la edición número 15 de Mujeres a Seguir en papel.