¿Quién teme a Greta Thunberg?
La activista se ha convertido en el blanco favorito de los negacionistas del cambio climático
Un temporal de críticas ha seguido a Greta Thunberg en su travesía a través del Atlántico rumbo a la Cumbre del Clima. A medida que el velero en el que viajaba se acercaba a Nueva York, los ataques parecían arreciar. Resulta sorprendente, incluso para una época tan beligerante como la actual, el nivel de agresividad hacia una chica de 16 años que, con más o menos acierto, solo intenta hacer del mundo un lugar mejor.
“Repelente”, “fanática”, “iluminada” o “títere adolescente” son algunos de los epítetos que le han dedicado los comentaristas más radicales, que no han tenido reparos en aprovechar su Asperger para calificarla de “perturbada”. Ella ha contestado por escrito demostrando una mesura y de una madurez que ya quisieran para sí algunos de sus acusadores. En su respuesta, Thunberg viene a decir algo que suele ser cierto, y es que cuando las críticas se vuelven personales es porque los argumentos brillan por su ausencia. “Cuando los haters van a por tu aspecto y tus diferencias significa que no tienen nada más. Y entonces sabes que estás ganando".
Tampoco es ninguna novedad, Greta Thunberg está acostumbrado a recibir palos. Los ataques por su edad, su físico o su salud mental han sido constantes desde que se convirtiera en un personaje público. Este viaje a Estados Unidos ha acabado de convertir a la joven activista sueca, una figura bien conocida en Europa, en el icono mundial de la lucha contra el cambio climático. Con un peso político considerable, además. Francia e Inglaterra han aprobado este verano medidas legislativas destinadas a reducir el consumo de combustibles fósiles y cumplir el objetivo de cero emisiones en 2050. Angela Merkel ha reconocido que la joven activista y el movimiento de protesta que ha inspirado han motivado a su gobierno a acelerar los planes para lograr antes los objetivos marcados por el Acuerdo de París. Sectores como la muy contaminante industria de la moda están dando los primeros pasos para reducir su impacto medioambiental. El cambio climático comienza a colarse en la lista de principales preocupaciones de los ciudadanos. La gente incluso empieza a cambiar hábitos y patrones de consumo. Una muestra: siguiendo el ejemplo de Thunberg, que solo viaja en tren o barco, cada vez son más los ciudadanos nórdicos que optan por evitar el avión. Según una encuesta de World Wildlife Fund, el 23% de los suecos se abstuvieron de coger el avión el año pasado para reducir su impacto climático y el 18% escogió el tren en su lugar. En ese país se ha acuñado un término, flygskam, para denominar a la vergüenza de volar. En Finlandia lentohapea se refiere a lo mismo.
Al tiempo que la influencia de Greta Thunberg crecía, lo hacía también la vehemencia de sus detractores, sobre todo entre la extrema derecha. Su visibilidad ha convertido a la activista sueca en el objetivo favorito de los negacionistas, aquellos que piensan que el cambio climático es un engaño o que existe pero es un fenómeno natural no provocado por el hombre. En Suecia se ha creado el primer centro de investigación académica del mundo para estudiar este movimiento. El Centro de Estudios de Negación del Cambio Climático de la Universidad Tecnológica de Chalmers es un hub que reúne el trabajo de científicos de distintos países sobre el tema. Su análisis se centra en los tres pilares que sostienen esta corriente de pensamiento: el nacionalismo de derechas, las industrias extractivas y los think tanks conservadores.
Algunas de esas investigaciones establecen una relación entre el cambio climático y las posiciones reaccionarias en cuestiones de género. En un paper publicado en 2014, los investigadores Jonas Anshelm y Martin Hultman sugieren que los varones blancos de perfil conservador son los más proclives a negar el cambio climático. A partir del análisis del discurso de focus groups de escépticos del clima (casi todos hombres de posición acomodada) concluyen que en su visión lo que está amenazado no es el medio ambiente, sino “un cierto tipo de sociedad industrial moderna construida y dominada por la forma de su masculinidad”. Son personas que creen en la economía de mercado, desconfían de la regulación gubernamental y se consideran fuertemente racionales. “Hay un paquete de valores y comportamientos conectados a una forma de masculinidad que yo llamo ‘masculinidad industrial del cabeza de familia’. Ven una separación entre humanos y naturaleza, creen que los humanos están obligados a usar la naturaleza y sus recursos para producir y tienen la peligrosa percepción de que la naturaleza tolerará todo tipo de despilfarros. Para ellos, el crecimiento económico es más importante que el entorno”, explicaba Hultman hace unos meses en una entrevista con el medio alemán Deutsche Welle.
Lo que conecta a los negacionistas, según los investigadores, es que comparten un sentido de identidad grupal que consideran amenazado desde diversos frentes. Tanto la igualdad de género como el activismo climático suponen un riesgo para su forma de vida. “Estos escépticos climáticos intentan salvar una sociedad industrial de la que formaban parte defendiendo sus valores contra la hegemonía ecomoderna”. Se consideran a sí mismos “disidentes marginados, prohibidos y oprimidos, obligados a hablar en contra de una creencia basada en la fe en la ciencia del clima”, explican.
Estos hallazgos son consistentes con otros similares en Estados Unidos, donde se ha detectado una importante brecha de género en las opiniones sobre el cambio climático. Tradicionalmente las mujeres han reciclado más, contaminado menos y en general ha tenido más conciencia eco. Habitualmente se ha atribuido a diferencias de carácter, a la mayor “sensibilidad” y “generosidad” de las mujeres. Pero una investigación en la que participaron cinco universidades y que fue publicada por Scientific American en 2017 apuntaba a otra causa, y es que muchos hombres perciben el activismo ecologista como algo inherentemente femenino y considen que ese comportamiento podría amenazar su masculinidad. Seguramente no fuera casual que cuando Al Gore era la principal voz contra el cambio climático en el mundo muchos de los ataques que recibía pusieran en duda su masculinidad. Sus opositores recurrieron a todos los clásicos de la crítica sexista: le llamaron gordo, loco, dijeron que estaba desesperado por conseguir atención. Una columnista del New York Times (mujer, por cierto) llegó a escribir que “Al Gore está tan feminizado, diversificado y es tan ecológicamente correcto que prácticamente está lactando”.
El nacionalismo de ultraderecha, el machismo y el negacionismo del cambio climático son tres reacciones que, según Anshelm y Hultman, se superponen cada vez más y se retroalimentan. De esta forma, lo que en su momento era un problema práctico, el cambio climático, se ha convertido en una cuestión ideológica.
Pero las cosas no siempre han sido así. En la citada entrevista con Deutsche Welle, el profesor Hultman recuerda cómo hasta mediados de los ochenta existía entre políticos y científicos un consenso respecto a la idea de que era un problema grave que requería una respuesta política. Políticos tan dispares en lo ideológico como Margaret Tatcher o Mikhail Gorbachov coincidían en ello. “En esa época, las industrias extractivas –el petróleo y el carbón— empezaron a financiar investigaciones negacionistas para promover sus propios intereses. Establecieron varios think tanks, como el Heartland Institute, con base en Estados Unidos, y comenzaron a oponerse a la investigación del cambio climático. Este tipo de investigación contrafáctica tuvo un gran impacto sobre el política, especialmente en el movimiento Tea Party en los Estados Unidos”.
Nadie lo diría escuchando a Trump, pero hubo una época en la que salvar el medio ambiente era también una preocupación republicana. Bush padre era el presidente cuando se desarrolló el Protocolo de Montreal para proteger la capa de ozono. Mediante una iniciativa presidencial estableció en 1989 el Programa de Investigación sobre el Cambio Global de Estados Unidos implicando a trece agencias nacionales. Al año siguiente firmó las enmiendas de la Ley del Aire Limpio y promulgó la Ley de Investigación de Cambio Global. Lamentablemente sus sucesores, George W. Bush y Donald Trump, se han mostrado cada vez más hostiles respecto a la ciencia climática y se han resistido a tomar medidas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Y una niña de 16 años se ha convertido en el enemigo.