‘La escuela de la naturaleza’: el libro que quiere devolver la infancia al aire libre y lejos de las pantallas
Cristina Estébanez, filóloga y profesora universitaria, ofrece una guía para educar volviendo a las raíces: la naturaleza y las artes

Doctora en Filología y profesora universitaria, Cristina Estébanez acaba de publicar La escuela de la naturaleza (Paidos Educación), una invitación a cambiar nuestra perspectiva sobre la educación, incorporando la naturaleza y las artes como una aliada fundamental en el desarrollo de los niños. Pero no solamente se fija en la infancia, su discurso y su trabajo abarca a más generaciones. Desde Misnoûs: The School of Thought, una start-up educativa fundada por ella, quiere conectar a profesionales de distintos campos e introducir la cultura y la naturaleza en sus vidas.
El libro parte de una idea potente: recuperar el vínculo entre infancia y naturaleza en plena era de las pantallas. ¿Qué te llevó a escribirlo?
Creo que estamos ante un problema de enorme calado. El otro día, durante la presentación del libro, recordaba cómo en 2010, cuando yo vivía en Estados Unidos, ya se percibía un cambio evidente entre los jóvenes. Nosotros crecimos con el móvil, pero la irrupción del smartphone supuso un punto de inflexión cuyas consecuencias hoy resultan alarmantes. Las estadísticas son contundentes: entre 2010 y 2020 se ha triplicado el número de autolesiones entre chicas jóvenes. Y en España, el 80% de los estudiantes de entre 3 y 18 años asegura haber experimentado en algún momento síntomas relacionados con problemas de salud mental. En otras palabras: si no es la mitad del alumnado quien sufre directamente algún tipo de trastorno, la otra mitad convive diariamente con compañeros que sí lo están pasando mal. Creo que es un argumento más que suficiente para detenernos, reflexionar y asumir que debemos reaccionar. A mí me educaron en la idea de que las artes y las humanidades ayudan a sostener el equilibrio emocional. Por eso, cuando me preguntan si estoy “en contra” de algo, siempre digo lo mismo: no se trata de oponerse, sino de ofrecer alternativas ante el impacto abrumador que han tenido las redes sociales y las pantallas en la vida de los jóvenes. Y esas alternativas, paradójicamente, proceden de fórmulas muy antiguas. La primera es la naturaleza: salir más al aire libre, moverse, tocar, explorar. Y da igual la edad. No solo son los más pequeños; también los adolescentes reaccionan de forma inmediata cuando se les saca de la rutina de pasar ocho horas sentados en una silla. En cuanto encuentran un espacio para desahogarse, se transforman. La segunda es la literatura, que a veces impone ciertas barreras iniciales, pero que ofrece identificaciones muy potentes. Los niños y los jóvenes reconocen partes de sí mismos en los personajes. En uno de los capítulos del libro hablo de Alicia en el País de las Maravillas: muchos padres y madres nos sentimos como el conejo blanco, corriendo de un lado a otro, y los chicos, en el fondo, repiten el mismo gesto que Alicia al lanzarse a la madriguera para descubrir qué ocurre al otro lado. Para mí, estas dos escuelas son esenciales para recuperar algo que hoy parece escasear: calma, equilibrio y una dosis necesaria de cordura.
La obra se articula a través de cinco clásicos de la literatura. ¿Por qué elegiste precisamente estos títulos y qué aportan, cada uno a su manera, a la conexión con el entorno?
Esas cinco obras funcionan como puerta de entrada a cinco grandes temas educativos: el tiempo, el amor, el arte, el viaje y la educación. Cada uno de esos temas se articula a través de un personaje literario. Alicia en el País de las Maravillas nos permite hablar del tiempo y de la prisa en la que vivimos; el mito de Filemón y Baucis nos recuerda el valor del amor y la hospitalidad, algo que hemos ido perdiendo en el día a día. El arte lo trabajo con los cuentos de Kipling, que muestran cómo la creatividad puede aportar equilibrio y sensibilidad a niños y adultos. Los dos últimos bloques son el viaje y la educación. El viaje lo abordo con El maravilloso viaje de Nils, un relato que invita a abrir la mente a otras realidades y que subraya la importancia de materias como la geografía o la literatura. Y cierro con El Principito, que para mí es un gran tratado sobre educación, porque enseña a mirar el mundo desde múltiples perspectivas y a entender que no solo existe nuestro ‘planeta’, sino también el de los otros. En conjunto, estos cinco temas y sus cinco personajes buscan ofrecer una guía útil tanto para quienes educan como para los niños que reciben esa formación.
Muchos padres y docentes sienten que educar en la naturaleza es una meta deseable pero difícil de implementar. ¿Cuáles son los primeros pasos para empezar sin abrumarse?
Lo primero que recomendaría es recuperar la capacidad de mirar alrededor. Hemos perdido esa rutina tan sencilla. Recuerdo un profesor que nos preguntaba cuántos habíamos ido y vuelto por el mismo camino cada día, y todos levantábamos la mano siempre. Esa pregunta sirve para ilustrar hasta qué punto nos hemos convertido en autómatas. Aunque el libro esté pensado para edades entre 7 y 10 años, en realidad, está concebido para hacerlo en familia, en clase o con amigos. No hace falta complicarse: basta con salir a un entorno natural cercano, aunque sea un parque urbano, organizar un picnic, ponerse unas katiuskas un día de lluvia y mojarse. Son actividades sencillas, pero muy poderosas. También propongo planes cotidianos que nos devuelven a lo esencial: visitar el mercado, descubrir por qué hay frutas de temporada y otras no, seguir las recetas y hábitos de nuestras abuelas, que compraban solo lo necesario para ese día. Ese back to basics funciona igual de bien con niños que con adolescentes. A menudo me preguntan qué hacer con ellos, porque no todo les sirve. Y es cierto. Pero cuando se sienten útiles (por ejemplo, acompañando a un niño pequeño, ayudando a un hermano menor o participando como referente en proyectos escolares) encuentran un rol que los motiva y les da sentido. Y, por supuesto, insisto en la importancia de salir al aire libre. No hablo de grandes excursiones, basta con un paseo los fines de semana o incluso unos minutos descalzos sobre el césped para liberar tensión. Lo que no tiene sentido es mantener a los chicos sentados durante horas, ya sea en casa o en un aula cerrada. He visto clases impartidas al aire libre donde, después de una actividad mínima, los niños corrían, reían y se desahogaban. Sabemos que existen problemas como el bullying o la adicción a las pantallas, pero precisamente por eso debemos ofrecer más deporte, más juego en equipo, más movimiento. Salir, moverse y respirar debería formar parte de su educación diaria.
“En Finlandia o Suecia, salir al patio con una nevada y diez grados bajo cero es algo cotidiano. Esa relación con la naturaleza forma parte de su cultura desde la infancia”
Como profesora de universidad, ¿cómo ves a los jóvenes, la llamada generación Z, que están llegando ahora mismo a las aulas?
Se tiende mucho a hablar muy en negativo de las nuevas generaciones, pero yo siempre me he encontrado en clase a gente con muchas ganas de ser curiosos, de seguir descubriendo cosas y de vivir al máximo. Entiendo que es una época para ellos complicada, pero confío plenamente en que es una generación, distinta a nosotros, pero de gente muy concienciada sobre el mundo en el que vive, el planeta en el que están.
¿Siguen siendo países como Finlandia o Suecia nuestros referentes educativos?
Sí, lo siguen siendo. Pero conviene recordar algo fundamental: el entorno natural en el que crecen sus niños marca una enorme diferencia. Allí, salir al patio con una nevada y diez grados bajo cero es algo cotidiano. Esa relación con la naturaleza forma parte de su cultura desde la infancia. Recuerdo una experiencia en Noruega que lo ilustra muy bien. Hace tres años hice una caminata por un sendero de montaña; acabamos cubiertos de barro y tuvimos incluso que tirar las zapatillas. Al final del recorrido encontramos una cabaña señalizada con un cartel que ponía ‘libros’. Entramos (descalzos, como hacen allí) y descubrimos un espacio impecable: alfombras, bancos, un gran ventanal y una biblioteca completa. Era una cabaña de uso libre, abierta a quien quisiera pasar, descansar un rato y leer. Nos contaron que los niños del pueblo iban solos hasta allí, por el mismo camino en el que los adultos nos caíamos, leían un rato y regresaban a casa. Ese nivel de autonomía, de contacto con la naturaleza y de responsabilidad sobre los espacios comunes forma parte de su manera de educar. Crear algo así aquí no sería imposible: un colegio podría habilitar una pequeña “librería-refugio”, proponer un paseo, convertirlo en una rutina. No requiere grandes inversiones, sino voluntad de recuperar la autonomía, la confianza y el vínculo con el entorno que esos países trabajan desde hace décadas.
Decías que no estás en contra de las pantallas, sino de su mal uso…
Una postura de crítica absoluta no tiene sentido. Las pantallas han llegado para quedarse y, en muchos aspectos, nos han aportado herramientas valiosas. El problema es que su irrupción ha sido tan masiva y tan rápida que no hemos tenido tiempo de asimilarla. Por eso necesitamos replantearnos su papel: deben ser una herramienta más en nuestra vida, no un centro absoluto. Y, para lograr ese equilibrio, necesitamos un contrapeso. Yo lo encuentro en dos grandes espacios: la naturaleza y la literatura o, en un sentido más amplio, las artes. Lo que sí me preocupa es que intentamos educar a los niños para que hagan un uso responsable de la tecnología cuando nosotros mismos no somos un buen ejemplo. No es por falta de voluntad, sino por falta de formación. A nosotros la tecnología nos ha llegado tan de golpe como a ellos, con la diferencia de que nuestros cerebros ya están completamente desarrollados, y aun así hacemos un uso tóxico de las pantallas. Hemos llegado a un punto en el que algunas personas no pueden soltar el teléfono ni en una consulta médica, como si fuese la mano de un ser querido. Ese nivel de dependencia debería hacernos reflexionar. Es el momento de pensar, de verdad, cómo queremos convivir con este dispositivo que, sin darnos cuenta, hemos convertido en una especie de acompañante permanente.
“Intentamos educar a los niños para que hagan un uso responsable de la tecnología cuando nosotros mismos no somos un buen ejemplo”
Muchos colegios están dando pasos atrás en el uso de la tecnología en las aulas. Como madre y educadora, ¿qué opinas?
Cada vez me encuentro con más madres y padres profundamente angustiados. El otro día, una me confesaba que imprime absolutamente todo en papel, aunque sabe que no es lo ideal, porque se niega a que su hijo tenga que hacerlo todo en Classroom. “Me estoy dejando una fortuna en tinta y folios”, me decía, “esto no tiene ningún sentido”. Y, en realidad, lo que tampoco tiene sentido es que estemos intentando limitar el uso de las pantallas mientras casi todos los deberes pasan obligatoriamente por ellas. Es una contradicción que debemos revisar seriamente. Al final se trata de aplicar algo tan simple —y a la vez tan olvidado— como el sentido común.
Hace unos meses, miles de familias llegaron a un pacto para retrasar la entrega del primer móvil a sus hijos hasta los 16 años. ¿Crees que hay una edad mínima para ello?
Este debate está muy presente. Generación ansiosa, que se ha convertido en un best seller, aborda precisamente este fenómeno. Y no deja de ser significativo que incluso personas que trabajan en el mundo de la inteligencia artificial confiesen que no permiten a sus hijos tener móvil antes de los 16 o 17. Es un patrón que también vemos en Silicon Valley, donde muchas familias optan por escuelas Waldorf que limitan el uso de pantallas. Ahora bien, si me preguntas por una edad exacta, no tengo una respuesta cerrada. No creo que exista una receta universal. Depende de cada familia, de cada niño y de cada contexto. Iniciativas como las de los institutos de padres [programas de formación diseñados para ayudar a los padres a manejar los desafíos de la crianza] ayudan muchísimo a crear conciencia y a abrir conversaciones necesarias. Para mí, lo verdaderamente prioritario es reconocer que los niños no tienen formación suficiente para gestionar las redes, pero es que nosotros tampoco. Ese es el punto de partida real. Por eso no hablo tanto de una fecha concreta como de una actitud. Para mí, lo esencial es estar: acompañar, escuchar, preguntar, generar confianza y aprender juntos. Equivocarse, ajustar, volver a empezar. Mis padres son profesores y siempre me decían lo mismo: “Hay que estar”. Y creo que ese sigue siendo el mejor consejo. No hay una fórmula perfecta, pero sí una responsabilidad compartida: formarnos, estar atentos y no dejar a los niños solos frente a un mundo que ni siquiera los adultos terminamos de entender del todo.




