Ellas sí que valen
Teresa Viejo relata su viaje como embajadora de Unicef a Senegal, donde las mujeres se han organizado para salvar a sus hijos de la desnutrición

Lo primero son los mosquitos. Luchar contra ellos se convierte en ley. Normal, llegas con un mínimo equipaje de ropa pero arrastrando una maleta inflada de tópicos. A continuación vigilas con escrúpulos lo que te llevas a la boca y solo cuando te das cuenta de que tus miedos occidentales te conducirán al paroxismo, empiezas a ver.
Mirar no es ver. Mirar es pasar de puntillas. Ver implica comprender, empatizar, interpretar… aprender. Es lo que traigo de uno de esos viajes que cambian la vida porque nunca la contemplarás igual. Tras quince años como embajadora de Unicef, mi primera escapada al terreno me ha conducido a Senegal. Cierto que puedes trasladar la filosofía de la agencia sin que tus ojos hayan sido testigos de ella, como una escribe sobre el amor a la espera de sentirlo algún día, pero dar fe del gran milagro de Unicef es impagable. Lo mejor: constatar que la mujer sigue siendo el eje del cambio, incluso en el rincón más remoto de África.

No necesitamos pisar moqueta para activar los resortes que conducen a la dirección correcta; de hecho presumo que allí hay poca, y sí, en cambio, una tierra arcillosa que tiñe el paisaje de calidez. Senegal es un país de tierra roja y canícula pegajosa. Un páramo salpicado de baobabs, vegetación de sabana y puñados de chozas familiares con ambiciones de aldeas. Senegal te roba el alma y sus mujeres te insuflan fuerza para seguir avanzando juntas.
Vamos por partes. Mi visita me llevaba a comprobar el buen funcionamiento de los programas de lucha contra la malnutrición y vacunación y los proyectos de higiene y saneamiento. Los primeros los tenemos muy presentes –en la memoria colectiva desgarran las imágenes de niños luchando por su supervivencia-, pero asumir que existen colectivos para los que una letrina suena a marciano es otra bofetada a la estupidez occidental. El primer mundo anda a ciegas: mira pero no ve.

En Kaolack, el corazón del país, escucho hablar por primera vez de ellas: madres organizadas con estructura de empresa. Mujeres en edad fértil que suman sus esfuerzos para salvar a sus hijos empleando una organización tal que parecen un partido político, pero no de los que gastan en palabrería sino de los que “hacen cosas”. Se autodenominan Comités de Madres y no conozco un solo senegalés que no se cuadre ante esas mujeres que llevan cuatro años modificando las prácticas que condenaban a sus hijos a la desnutrición severa y de ahí, a la muerte. Emplean metodología, convicción y miles de sonrisas. Sus ideario son sus hijos; su programa, promover aquello que asegure su correcta alimentación, sus prácticas higiénicas y, en adelante, su educación. ¿Campaña? También, puerta a puerta; gracias a la tía de la aldea que se encarga de auditar niño por niño, madre por madre, casa por casa. Su capacidad de seducción es tal que les he contemplado regañar a los hombres porque no se lavan las manos después de defecar y no les permiten tocar a sus bebés hasta que no erradiquen ese mal hábito. Promueven la lactancia materna exclusiva durante los seis primeros meses, controlan el peso, las cartillas de vacunación, el registro de los niños y niñas y –¡eureka!- se autofinancian: cultivan huertos comunitarios con cuyos frutos obtienen fondos para sostener once centros de salud en diferentes puntos. En la localidad de Nyoro han adquirido un molino de mijo donde trabajan mujeres encargadas de elaborar una harina de multicereales que es un crack para la alimentación infantil. Mademoisille Farine -así bromeo con ella- me explica el proceso como si fuese la piedra filosofal. Poco importa que el camino hacia esa fórmula mágica se lo mostrara Unicef tiempo atrás: ellas han capitalizado el descubrimiento y la agencia de Naciones Unidas aplaude en silencio. No se trata de medallas, sino de logros.
Los miembros del Comité de Nyoro nos han preparado una recepción y yo me siento en el Palacio Real un día de fiesta oficial. Saludo a la presidenta, la vicepresidenta, la secretaria, la tesorera… Los cargos no ostentan tarjeta sino compromiso; y gracias a esa psicología femenina ha prendido en Senegal un virus muy contagioso que blandea la salud como bandera a través de 180 comités repartidos por el país. El éxito es tal que se han visto obligadas a gestionar sus competencias en distintos comités y articularse a través de asambleas generales. Los jefes de las aldeas las escuchan, lo hacen los alcaldes, los imanes, los ministros y el presidente.
Son una empresa de prósperas sucursales. O un partido asambleario que ríete tú de Podemos. Así a golpe de esos asuntos que la sociedad mal llama femeninos ellas van cambiando el país desde la fuerza que representa la maternidad.
Mientras, aquí seguimos valorando qué hacer desde nuestra trinchera de moqueta.


