"La mayoría de la gente solo quiere llegar a los sitios. A mí lo que más me interesa es el camino"

La empresaria Marta Insausti ha pasado seis meses recorriendo el mundo en moto

Marta Insausti, La Motera.

Antes de lanzarse a dar la vuelta al mundo en moto, Marta Insausti pensaba en todo lo que podía salir mal. Se imaginaba muchas cosas, pero una pandemia global es algo que jamás se le pasó por la cabeza. El coronavirus ha impedido que La Motera, su nombre de guerra, completara la última etapa del viaje. En cualquier caso, la experiencia de recorrer dieciséis países a lomos de una Royal Enfield ha sido una de esas experiencias que, dice, te cambian la vida.

A mediados del pasado mes de septiembre arrancó en Madrid el viaje que iba a llevar a la empresaria Marta Insausti a hacer en moto 37.000 kilómetros a través de veintiún países, cruzando Europa, Asia, Oceanía y América, y de vuelta a España. El plan era que el recorrido completo le llevara un año entero. Además de lo que suponía de reto personal, el viaje tenía un objetivo solidario, recaudar fondos para dos organizaciones con las que colabora: la Fundación Vicente Ferrer y la Fundación CRIS contra el Cáncer.

La Motera llevaba seis meses en la carretera y estaba en Chile, desde donde tenía previsto cruzar América de norte a sur, cuando la crisis sanitaria originada en Asia se convirtió en emergencia global, obligándola a volver a casa. Unos días después de su regreso a Madrid, Insausti, empresaria de 55 años, superviviente de un cáncer de mama y madre de dos hijos, seguía todavía algo descolocada, y no solo por el hecho de haber pasado de la libertad de la carretera a un confinamiento forzoso, sino también por lo rápido que se habían sucedido los acontecimientos. “En España y en Italia había mucha gente enferma, muchos muertos y se veía venir alguna medida de este tipo, pero en el resto del mundo apenas se hablaba del coronavirus porque la incidencia era muy baja”, explica. “De un día para otro cerraron todos los espacios aéreos, los hoteles y las tiendas. A mí me pilló en Valparaíso, y cuando llegué al hotel me dijeron que iban a cerrar y que me respetarían las dos noches que tenía reservadas, pero nada más. Dediqué esos días a hablar con el consulado, a conseguir un billete de avión y también a alguien que se quedara con la moto y me la guardara, porque ni siquiera me daba tiempo a mandarla a España. Llegué a Madrid muy desubicada, no sabía dónde estaba, he tenido pesadillas... Ahora que ya se puede salir un poco y he vuelto a hacer deporte estoy más animada, pero ha sido un shock”.

Cuando empezó el viaje, Marta Insausti tenía miedo a muchas cosas. Sobre todo, a no aguantar físicamente o a que la moto la dejara tirada en algún paraje remoto. Pero salvo alguna contractura y alguna caída, su cuerpo aguantó y la moto no sufrió ni una avería ni un pinchazo. El que un virus desconocido fuese a extenderse desde un mercado de Wuhan, en China, al resto del planeta, dejando en suspenso nuestras vidas, es algo que Marta no podía imaginar cuando el pasado 18 de septiembre salió de Madrid.

Partió rumbo a los Pirineos y, tras hacer un par de noches en Zaragoza y en Bagá, cerca de Barcelona, cruzó la frontera. Perpiñán fue su primera parada en Francia. La Motera siguió viaje atravesando Provence-Alpes-Côte d’Azur y llegó a Italia, donde le cogieron unos días de lluvias intensas. En Venecia hizo una parada de dos días que aprovechó para recorrer la ciudad en vaporetto, visitar La Biennale, disfrutar de la comida y hacer algunas de las muchas fotos que ha ido compartiendo en redes sociales y en el blog en el que ha ido contando los detalles del viaje. Con las pilas recargadas, volvió a la carretera para cruzar Croacia. Paró un par de días en Split, una ciudad situada en la costa dálmata, donde visitó las espectaculares ruinas romanas del Palacio de Diocleciano, y después siguió rumbo al corazón de los Balcanes, a Bosnia y Herzegovina. Allí la ruta se volvió montañosa y menos transitada. Estuvo en Mostar y Sarajevo, dos nombres que a Marta Insausti, como al resto del mundo, todavía le suenan a guerra. Pese a la belleza de ambas ciudades, asegura que aún son visibles en ellas las cicatrices del conflicto, y no solo en sus edificios o cementerios, también en la vida cotidiana de sus habitantes, que aún sigue siendo difícil.

Desde allí siguió hasta a Kraljevo, su primera parada en Serbia, y después hasta Niš, la tercera ciudad más grande del país y cuna del emperador Constantino el Grande, donde visitó la Fortaleza Otomana. Pasó dos días en Sofía dándose un atracón de arquitectura religiosa y desde allí dio el salto a Turquía. Estuvo unos días en Estambul poniendo a punto su moto, una Royal Enfield Himalayan, y gestionando la visa que necesitaba para llegar a Irán. Las trabas burocráticas, asegura, han sido, de lejos, lo más latoso del viaje. “Lo más pesado ha sido el tema de visados para entrar a los países. Es algo que te hace perder mucho tiempo y, en muchas ocasiones, no disfrutar de donde estás porque tienes que estar conectada para recibir y enviar documentos, o buscar un sitio para que te hagan una fotocopia o un escaneado. Pierdes mucho tiempo con estas cuestiones y es algo que da mucha rabia, pero al final los conseguí todos”. Finalmente, en noviembre consiguió entrar en Irán, donde, pese a todas las advertencias que había recibido, se sintió de lo más tranquila. “Irán fue un descubrimiento increíble. No encontré ningún problema en la frontera ni para entrar ni para salir. La gente es encantadora, hay mucha seguridad y un arte increíble. Es un país precioso con buenas infraestructuras, buenos hoteles y buenas carreteras”. En Irán visitó maravillas como la histórica Ciudadela de Bam, en el sureste del país, y recibió también una visita muy especial, la de su hija, con quien se reunió en Teherán para recorrer después el país juntas durante unos días.

Su paso por Pakistán fue mucho más duro, aunque ya iba mentalizada para ello. Sabía que tendría que atravesarlo escoltada en todo momento por los levies de Baluchistán, el grupo paramilitar que se encarga de la seguridad de la provincia más grande del país, un erial de montañas desérticas algo más grande que España. Baluchistán representa casi la mitad del territorio pakistaní, aunque solo acoge al 5% de su población. Es también la provincia más pobre, pese a ser la más rica en recursos (su suelo esconde enormes reservas de gas). Décadas de levantamientos nacionalistas que buscan la independencia de Pakistán y la presencia de Jundallah, un grupo terrorista vinculado a Al Qaeda, han provocado miles de muertes y un proceso de militarización que hacen de Baluchistán una zona de constante conflicto. La Motera la atravesó escoltada, parando, comiendo y durmiendo donde sus guías forzosos le indicaban. “Pasé una semana durmiendo en cuarteles en el suelo y prácticamente sin comida. Sentí frío, calor y mucha desesperación. No por miedo, sino sobre todo por la falta de libertad. No vivimos ninguna situación de peligro aparente”.

Allí encontró a otro español y a una pareja alemana que viajaban en bicicleta y recorrió con ellos, viajando incluso de noche, la desértica carretera que atraviesa Baluchistán saltando de un puesto militar a otro. “Hay garitas cada 25 kilómetros y los paramilitares vigilan la zona que hay entre una y otra haciendo trayectos de ida y vuelta, así que una escolta te acompaña hasta la siguiente garita y ahí otra patrulla te recoge para acompañarte hasta la siguiente. En las cercanías de Quetta [la capital], el cambio de escolta se hace cada cinco o seis kilómetros”.

Después de unos días que se le antojaron interminables, La Motera abandonó por fin Pakistán para entrar en la India, el objetivo inicial de su viaje. Cuando hace un tiempo empezó a plantearse la posibilidad de hacer un gran viaje en moto, la India fue el destino elegido. La idea de regresar por el lado contrario y dar así la vuelta al mundo llegó después. Lo que al principio quería Marta Insausti era ver el trabajo sobre el terreno de la Fundación Vicente Ferrer, una organización con la que colabora desde hace años. Pero para llegar hasta su sede principal, situada en Anantapur, al sureste del subcontinente indio, Marta Insausti tuvo que atravesar antes casi todo el país, lo que le permitió conocer algo más del que considera, sin lugar a dudas, el lugar más diferente del mundo. Ni mejor ni peor, solo diferente. “Nada responde a los parámetros de Occidente. En el resto del mundo, por muy cerrado que sea un país, cuando llegas ciudad grande o a un sitio un poco turístico, te encuentras los mismos comercios y las mismas cadenas que en cualquier otra parte del mundo. En India no. Adelgacé diez kilos porque no comía nada, el desayuno del hotel y poco más. Solo hay puestos callejeros en los que te hacen la comida en el suelo, sobre una tabla bajo la que pasan aguas fecales, porque no hay alcantarillado. Tampoco hay, como en el resto de Asia, mercados exuberantes de comida. Me estuve alimentando de manzanas, mandarinas y tomates que ante lavaba con lejía.Es un país muy duro”, relata. Sus primeras impresiones de la India no fueron muy favorables. “Nada se parece a nuestra forma de vida: ni la religión, ni la forma de relacionarse, ni las estructuras de las ciudades, ni las carreteras. Te pasas el día pensando que están locos. No entendía porque la gente no emigraba masivamente y se iba de ese despropósito de país. Pero luego te das cuenta de que es solo que no se ajusta a tu estructura mental de lo que es una sociedad. Por eso te sientes tan fuera de lugar y tan atacada. Todo lo que te rodea te parece agresivo: tanta gente, tanta pobreza, tanta suciedad, tanto ruido, tanta contaminación... Estuvo allí dos meses, me lo he recorrido de cabo a rabo, y solo quería irme. Pero luego no sé qué tiene, que es lo único en lo que pienso, y ahora quiero volver”.

Esa experiencia, el haber visto la pobreza extrema de las grandes ciudades y, sobre todo, las zonas rurales del país, le ayudó luego a valorar aún más la extraordinaria labor que la Fundación Vicente Ferrer (FVF) hace allí. “Fue increíble llegar a ese remanso de paz dentro del caos que es la India”, asegura. Se había propuesto llegar al campus de la Fundación en Anantapur antes de Navidad, y lo logró. Allí fue recibida por parte del equipo de la organización, con Ana Ferrer al frente. Pasó con ellos las fiestas visitando algunos de sus proyectos. La FVF lleva medio sigo luchando por el desarrollo de las comunidades más vulnerables de los estados de Andhra Pradesh y Telangana. Su labor allí beneficia a más de 3,6 millones de personas, especialmente mujeres, niñas y personas con discapacidad. “El estado de Andhra Pradesh es gigantesco, es algo así como la mitad de España, y llegan a prácticamente todos los rincones. Como empresaria, no dejaba de preguntarme cómo habían montado esa estructura que funciona como el mecanismo de un reloj. Todo el mundo sabe lo que tiene que hacer y todo funciona. Estuve visitando muchos proyectos de la fundación en los sitios más remotos, no solo en Anantapur, sino también en aldeas tribales en mitad de la nada”.

Uno de esos proyectos es la construcción de viviendas dignas que sustituyan a las pukas, las chozas en las que viven las castas más desfavorecidas. Esas casas se registran, además, a nombre de la mujer, contribuyendo de paso a su independencia. La fundación promueve también la creación de shangams, una suerte de cooperativas de mujeres que tienen un doble objetivo: formar a la población sobre temas de educación, salud, etcétera, y que ellas se independicen económicamente. “Allí me reuní con mujeres y hombres que me contaron cómo funcionaban. En la India, a las mujeres de las castas más bajas ni siquiera se las considera personas, sino animales. Lo único que ellas quieren es morir y nacer hombre en la próxima vida para así tener alguna oportunidad de prosperar. Por eso, ver en los poblados a las mujeres reunidas en los shanghams tratando sus problemas y el orgullo con el que te cuentan que tienen una vaca y están ahorrando para comprar otra o que han abierto una cuenta en el banco es algo que pone la piel de gallina. En esa aldea se habían puesto de acuerdo para no casar a sus hijos y a sus hijas hasta los 22 años para que puedan estudiar, y eso en un país donde se casa a las niñas con 13 o 14 años. Se han dado cuenta de que pueden tener una vida mejor”.

Después de unos días conociendo a los voluntarios, el personal y los proyectos de la FVF, Marta Insausti volvió a coger la carretera y continuó viaje hacia la costa. Chennai, en el Golfo de Bengala, al este del país, fue su siguiente parada. En esta ciudad, antes conocida como Madrás, visitó la fábrica de Royal Enfield, la marca que le cedió la moto modelo Himalayan (su Chiquitina, como la llama) a lomos de la que ha hecho el viaje. Después continuó subiendo hacia el norte hasta la frontera con Myanmar. Pero la India le reservaba todavía un último desafío: atravesar la cordillera que separa ambos países. Asegura que fueron los días más difíciles de todo el viaje. “La carretera era horrible, atravesaba la selva, había derrumbamientos constantes y tenía que pasar con la moto por encima de las piedras. Me caí dos veces. Pensé que no iba a poder salir de aquella selva de día y pasé momentos de mucho miedo. También es una zona medio militarizada, con mucha presencia de guerrillas. Afortunadamente eso entonces no lo sabía, solo veía que me cruzaba con soldados armados por la carretera”.

Ya en la antigua Birmania se tomó unos merecidos días de descanso que aprovechó para disfrutar de sus impresionantes templos y paisajes. Estando en Myanmar se enteró de que una nueva normativa de Tailandia, su siguiente destino, ahora impide a los turistas recorrer el país si no lo hacen con una empresa autorizada. Su plan inicial era atravesar Tailandia hasta Malasia y seguir luego hacia Singapur, pero finalmente tuvo que contentarse con llegar a Bangkok y olvidarse de los otros dos países. Lo consiguió con la ayuda de Rakatanga, una agencia española que organiza viajes por Asia y que le echo un cable invitándola a unirse a un grupo que hacía la misma ruta. En la capital tailandesa cogió un vuelo con destino a Nueva Zelanda, uno de los pocos saltos en avión obligatorios del viaje. Allí se encontró con más problemas. La Chiquitina, que tenía que haber viajado desde Bangkok a Auckland, salió tarde de Tailandia y luego tuvo problemas para pasar la aduana neozelandesa, así que Marta decidió mandar la moto directamente a Chile, el siguiente país, quedándose sin la ruta que tenía planeada en las antípodas. Eso sí, aprovechó para hacer turismo en bicicleta y a pie.

Curiosamente, Marta Insausti no temió por su seguridad en los países que a priori podrían resultar más hostiles para una mujer que viaja sola, como Irán o Pakistán, pero sí tuvo alguna experiencia desagradable en Nueva Zelanda. “La sensación en esos países es que hay mucha gente en la calle y llevan una vida muy distendida y muy familiar. Pero llegas al primer mundo y te encuentras con que no hay nadie por la calle. En Auckland me topé con gente agresiva y tuve varios encontronazos extraños. Allí la gente sale a comer, a beber o a comprar. No salen por salir, a pasear o a sentarse en un banco y mirar el cielo. Yo en casa hago lo mismo: cuando salgo es a hacer algo, no a estar en la calle y reunirme con los demás. Cuanto más avanzada es una sociedad, más sola vive la gente, se pierden las redes sociales humanas. En España estamos en un punto intermedio. Creo que a nosotros nos salvan los bares, pero nuestra evolución es hacia una sociedad cada vez más individualista, y es algo que deberíamos replantearnos”.

Cuando Marta por fin llegó a Chile para reunirse con su moto, todo parecía preparado para iniciar la última etapa de su viaje, que la llevaría a recorrer América de norte a sur, atravesando Perú, Ecuador y Colombia, hasta llegar a Estados Unidos. Pero para entonces el COVID-19 ya se había extendido por el mundo entero poniendo también punto y final a su viaje. “Estaba justo a la mitad, llevaba seis meses y me quedaban otros seis. Había conseguido pasar lo más difícil y me quedaba la parte más entrañable, los países donde hablan mi idioma. Ahí, además, planeaba lanzar más temas de conversación sobre CRIS para intentar movilizar más la donación” [las contribuciones que logró para la FVF aumentaron durante su estancia en la India]. No descarta hacer la ruta por América cuando todo esto pase, aunque tampoco tiene nada decidido. “Al principio me agobié mucho con lo que iba a hacer y ahora estoy dejándome llevar, vamos a ver cómo transcurre todo esto y entonces decidiré si continuo o tiro la toalla. Mi plan era coger un año sabático. Había hecho mi presupuesto para pasar un año sin ingresos, pero hacerlo durante dos años sin conseguir ningún patrocinador parece complicado”. De momento ha empezado a clasificar las fotos y los vídeos del viaje para reactivar las redes sociales y el blog, que, desanimada tras su vuelta a España, había dejado de lado.

También ha empezado a procesar todo lo que le ha ocurrido estos meses. “Durante el viaje no puedes pensar en nada, solo en qué tiempo va a hacer mañana, a qué hora vas a salir, qué carretera vas a coger o dónde vas a echar gasolina. Viajas todo el día y cuando llegas al destino, visitas lo que puedes hasta que anochece y descargas las fotos y los vídeos del día. Te tiras todo el día corriendo, pero ahora me estoy dando cuenta de lo que privilegiada que he sido. Es una experiencia que te cambia la vida. Ahora veo a la gente preocupada por todo y yo solo pienso: no os preocupéis, solo somos hormiguitas y el mundo es muy grande”.

Marta Insausti está convencida de que el medio elegido para el viaje también ha influido en cómo lo ha vivido. “Descubrir el mundo en moto es muy diferente a hacerlo en coche o en avión. He hablado con gente que ha cogido un avión hasta Bangkok y le ha parecido otro mundo, pero si llegas a Tailandia viajando poco a poco y después de pasar por la India, Bangkok te parece Madrid. Cuando viajas en moto no te encuentras de repente en medio de la selva. Primero pasas por los arrozales, luego llegas a las palmeras, luego te encuentras un cerro, después las montañas y entonces llegas a la selva. Todo pasa poco a poco y por eso nada es raro, todo lo incorporas como normal. Además, cada 200 kilómetros tiene que echar gasolina y charlas con el gasolinero. O te detienes ya al borde de la carretera a comerte una pieza de fruta y siempre hay alguien que se para a preguntarte si has tenido algún problema o necesitas ayuda. No tienes calefacción ni aire acondicionado y tienes que parar más. En Myanmar viajé junto a dos furgonetas y me di cuenta de que la mayoría de la gente solo quiere llegar a los sitios. A mí lo que más me interesa es el camino”.

Este artículo se publicó primero en el número diez de nuestra revista en papel.

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