Joker o la simplificación del conflicto

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Así como fui a ver Mientras dure la guerra con un escepticismo que la película derribó, me dispuse  a disfrutar de Joker con el convencimiento de que el filme iba ser bueno después de que Lucrecia Martel, una cineasta nada complaciente con las baraturas, dijera que, a pesar de estar hecha para la taquilla, Joker era arriesgada por proponer “una reflexión sobre los antihéroes y en donde el enemigo no es un hombre, es el sistema”.

En ocasiones es posible modificar el criterio, incluso en contra del propio gusto. Lo compruebo a veces en mis talleres de escritura: doy, por ejemplo, a leer a Borges, un autor que levanta reticencias por no ser de asimilación fácil. Como es Borges y da pudor, se hace el esfuerzo. Gracias a ello hay una recompensa: se entra en otro nivel de lectura que conlleva el descubrimiento de que la dificultad no es gratuita, sino un camino para ampliar visión, valga decir, mundo. La ficción buena va de abrir posibilidades, mientras que la mala es redundante, refuerza lo consabido, apela al sentimentalismo, resulta esquemática y ramplona.

Decía que el juicio se puede cambiar tras hacer un esfuerzo si se obtiene una recompensa. Yo me pasé todo Joker esforzándome en cambiar mi opinión, que se impuso en la primera media hora, y no lo logré. La película es un truño descomunal, y quiero pensar que su aceptación se debe a que se trata de un hype, un éxito fabricado e inflado por la publicidad  y los medios, una moda de la que mola participar, consumida acríticamente, sin reflexión sobre su valor intrínseco. El consumo como obligación, como consecuencia de la presión social. Los "hypes" se desenmascaran fácilmente: quienes muestran entusiasmo ante ellos sólo son capaces de responder con generalidades o, peor aún, con la misma presión a la que han sido sometidos para tragarse el despropósito: "Hay que verla, ¿todavía no has ido?”.

Sin embargo, hay otra lectura más inquietante: que la película acierte en su fracaso, que sea el retrato de una sociedad incapaz de dar cuenta de la multiplicidad y complejidad de lo real, y en esa medida, incapaz de pensarse con grandeza y profundidad.

El guion de Joker es torpe, maniqueo, simple, de telefilme, y ni siquiera la interpretación, impecable, de Joaquin Phoenix salva algo, pues no tiene consistencia a la que agarrarse. Es una buena interpretación que ahí queda, como un largo solitario, sin provocar en el espectador más que bostezos. No hay inflexiones, paradojas, contradicciones, profundidad ni inteligencia, sino una monótona línea continua de tópicos y tremendismo sentimentalón. En el cine, ya desde La parada de los monstruos de Tod Browning el tema de los discapacitados  y marginados a los que la sociedad va llevando de forma inexorable a la venganza violenta se había resuelto mucho más efectivamente que aquí, es decir, teniendo  en cuenta la totalidad del asunto. El resentimiento feroz es muy fértil tanto desde el punto de vista del análisis psicológico como del económico y social, pues una motivación tan antipática obliga a un abordaje exigente para que comprendamos a los personajes, valga decir, para que nos hagamos cargo de todos sus condicionantes, así como de la dificultad que entraña emitir un juicio.

En la película de Todd Phillips todo se reduce a una única causa, desplegada a la manera de un culebrón de sobremesa: Arthur Fleck es el hijo de una pobre loca, pero la magnitud de su desquiciamiento sólo se revela al final, como quien descubre que es adoptado, en lugar de haberse trabajado a lo largo de todo el filme en una relación que debería haber sido, como poco, complicada. Sin embargo, sólo resulta patética, plagada de clichés e involuntariamente cómica.

La película habría requerido bien ser rica en matices, lo que obliga a un guion solvente, bien redoblar la apuesta por la hiperviolencia, a la manera de, por ejemplo, Lars von Trier en Anticristo.  Hay algo de esto último hacia el final, pero se llega hasta ahí aburrido y con el lastre de que no haber asistido a nada convincente de por medio. Joker es un fracaso porque carece de verosimilitud, de credibilidad. Todo resulta arbitrario, pues no se puede explicar una conducta, una vida, una revolución, un mundo, fiándolo a una sola causa, o a unas pocas, incluso cuando estas apelan a las creencias mayoritarias de la época y tienen, por tanto, ganada de antemano cierta verosimilitud. Pero esa cosa a la que llamamos lo real es ingente, no la atrapamos por más que tratemos de fundamentar nuestras creencias sobre ella, y yo, en estos tiempos de simplificación, lo mínimo que le pido a una obra es que se resista a esquematizar. Cuando además la obra obtiene el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia, es decir, un galardón en un festival que ha premiado al buen cine (Buñuel, Cassavetes, Wenders o Kieslowski figuran entre los ganadores) el fiasco es doble.

Pero quizás, y retomando lo que he dicho unas líneas más arriba, Joker no sea tal fracaso si aceptamos la hipótesis de que el furor que ha levantado no se debe a lo merecidamente cool que resulta Joaquin Phoenix, ni a la moda en la que se ha de participar, sino a que encarna nuestro fracaso como sociedad. A las burdas polarizaciones y ramplonerías que todos acatamos, y que dan dinero. La complejidad reducida a diversidad, la hondura a sentimentalismo barato, las noticias a fake news, el conocimiento a información, el debate a enfrentamiento, el análisis de las obras a enjuiciamiento moral, la inteligencia a éxito, la autoridad a likes o a autoritarismo, la igualdad a obsesión por la identidad, la libertad a dinero, el valor a prestigio o moda, la legitimidad a victimización, la revolución a manipulaciones de las élites para conservar su status quo. Todo se ha simplificado, el constructo ideológico al que llamamos realidad enseguida te sitúa en uno u otro lado a través de sus eficaces agentes, que somos todos nosotros convertidos en packs ideológicos comprados enteros para que no haya tachas en nuestra identidad. Por eso tampoco importa que los políticos carezcan de proyecto y de convicciones: basta con que simulen ser de los nuestros, adictos a ver solo lo propio, redundantes e intrascendentes como la monótona risa de Joker, mientras las ciudades se llenan de ratas y basura.

Cabe preguntarse, para terminar, si la sorprendente elección de Joker para el León de Oro es reveladora de que también hay un abaratamiento, una involución  del criterio en las instituciones culturales, a las que algunos  suponemos, tal vez ingenuamente, resistentes al declive de eso que conocíamos como arte.

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