Mientras dure la guerra

Elvira Navarro
Me ha gustado mucho Mientras dure la guerra de Alejandro Amenábar. Entré al cine escéptica, esperando una película más sobre la guerra civil, un manoseado retrato de buenos y malos, o la mera sentimentalidad de quienes no son ni buenos ni malos, sino seres humanos confundidos, lo cual es obvio y hasta necesario —eso es lo que fundamentalmente somos— pero también insuficiente si lo que le pedimos a una película es una comprensión mayor del conflicto que la que permite la elemental identificación.
Desde Los otros no había vuelto a disfrutar de Amenábar. En estos años he visto de nuevo Tesis, que sigue siendo una buena película, y Abre los ojos, de la que sólo resistió la estructura y la persona que yo era en los 90. Hay en esos dos filmes un reflejo perfecto de quiénes éramos en aquellos tiempos: un país cutre que se creía moderno, el desembarco en los tiempos líquidos y en el nihilismo, el deslizamiento de la fiesta frívola y alegre hacia la bacanal sórdida, la sensación de esa amenaza mayor, paranoica, que a menudo acontece cuando se conquista la seguridad sin haber perdido el miedo. Amenábar era a los 90 lo que Almodóvar a los 80 y Saura a los 70 y finales de los 60: directores que captaron muy bien el Zeitgeist.
Pero decía que no era una película más sobre la guerra civil y que por eso me ha gustado. Aquí mis razones:
Primera: es un filme claramente posicionado sin que ese posicionamiento implique caer en el simplismo de los buenos y los malos, lo que España es todo un mérito. Unamuno, magistralmente interpretado por Karra Elejalde, tiene en su polo opuesto, Millán Astray, no a un imbécil malvado, sino a un líder complejo y carismático. Eso no significa que se le justifique —en esta película no se justifica a nadie, ni siquiera a Unamuno, cuya ceguera no se esconde—. Por cierto que la interpretación de Eduard Fernández del fundador de la Legión es para quitarse el sombrero. Él y Elejalde habrían incluso salvado el largometraje no de ser una película más de la guerra civil si Amenábar la hubiese planteado en esos términos, pero sí de ser una película mala.
Segunda: el filme me parece meritorio porque apela desde un lugar inhabitual a los dos bandos, el de la necesidad de la persuasión —que no es lo mismo que la seducción—. En este país, donde la ilustración nunca llegó y los modos de apelación al otro son los del dogma tras siglos de un catolicismo tan obtuso como las élites económicas que lo validaron, alzar la bandera de la mesura, el análisis, la comprensión y el diálogo en vez de la del hooliganismo no es poca cosa.
Tercera: Mientras dure la guerra llega a una conclusión tristemente válida a día de hoy, a saber: mientras unos y otros andan dogmáticamente a la gresca, sin querer ponerse de acuerdo en asuntos fundamentales, quien consigue el poder es el silencioso, arribista y mediocre Francisco Franco, que no duda en hacer una buena purga y renunciar a cualquier principio para agarrar el cetro. Cuando una sociedad está muy polarizada y ambos bandos no sólo no dialogan, sino que quieren anularse el uno al otro (las dos caras de una misma moneda, dice el Unamuno de la peli), al final dejan el camino libre a los arribistas, que se convierten en la única vía del medio, a los oportunistas que no tienen escrúpulos ni convicciones profundas, y que sólo buscan escalar con disimulo para quedarse con todo el pastel. ¿Les suena? A mí sí, pues ahí seguimos. No hay más que ver a los líderes políticos actuales. A todos sin excepción. Así continuaremos mientras siga durando la guerra.