Ser invisible no es un superpoder

María López Herranz

María López Herranz

Leo hace unos días en El Confidencial un artículo sobre la vida de Piedad de la Cierva, titulado “La española que pudo ser Marie Curie”, una científica química de primer orden, premio extraordinario de licenciatura en 1932, formada en España, Alemania, Dinamarca y Estados Unidos, premiada varias veces, pionera en muchas de sus investigaciones, pero ¡ay!, mujer, y por tanto invisible, olvidada y borrada del mapa del talento en beneficio de sus compañeros masculinos, que en la mayoría de los casos no la llegaban ni a la suela del zapato.

Me topo también con un libro titulado Cuentos de Buenas Noches para Niñas Rebeldes, en el que se narran historias de mujeres extraordinarias. Como Hatshepsut, la primera faraona de Egipto, 1.300 años a.c., quien para poder reinar tras la muerte de su marido, tuvo que vestirse de hombre y comportarse como tal. No importó que proporcionara 25 años de prosperidad al pueblo egipcio. A su muerte se borraron todas las referencias sobre ella, se destruyeron las estatuas que la representaban, su nombre fue suprimido de la Lista de los Reyes y cayó un manto de silencio secular sobre su figura, la figura de una mujer que osó proclamarse faraón. El castigo fue la invisibilidad histórica para tapar la existencia de una mujer que podía convertirse en ejemplo para otras. Y claro, eso no se puede consentir, siempre es mucho mejor que nos gobiernen hombres. Aunque sean mediocres.

Pienso también en Clara Peeters, esa pintora excepcional y conmovedora que no podía firmar sus cuadros porque era mujer. Lo que hacía era esconder su minúsculo autorretrato en el brillo de una jarra de peltre, en el destello de una botella de cristal, en el reflejo de una bandeja plateada. En sus deliciosos bodegones esa firma esperó pacientemente a ser puesta en valor varios siglos después, como un grito ahogado que representa la injusticia de esa invisibilidad género que todavía se sigue produciendo.

En el maravilloso pueblo de Galicia donde paso mis vacaciones desde hace 20 años frecuento una pandilla de lugareños, todos hombres. Soy la única mujer, ya que sus señoras siempre están en casa. Me admiten porque les cae bien mi marido y saben que vamos juntos a todas partes. Cuando habla él, los hombres le escuchan, le siguen la conversación. Cuando hablo yo, muy a menudo es más importante atender lo que dice la tele del bar en ese momento, mirar quien entra por la puerta que se abre, e incluso charlar a la vez con el paisano de al lado. No lo hacen a propósito, simplemente es que soy invisible, inaudible, insignificante. Soy mujer. Y además, cuando entro en la conversación con inteligencia y criterio, soy también incómoda: no están acostumbrados a que las mujeres sepan más que ellos de algunas materias.

Hatshepsut murió hace más de cuatro mil años. Clara Peeters hace unos cuatrocientos. Piedad de la Cierva hace sólo once. En la actualidad, Internet hace mucho más difícil la ocultación del talento y las desigualdades por cuestiones de género, aunque desgraciadamente todavía persisten las actitudes que las alimentan. Han pasado cuatro milenios y las mujeres continuamos sufriendo esa característica que nos ha sido común a lo largo de la historia de la humanidad: la invisibilidad. Y no, desgraciadamente no es ningún superpoder. Al menos de momento.

María López Herranz es coach y experta en liderazgo femenino

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