Lujo grotesco

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Hablaba en mi artículo anterior del vía crucis de estudios, buhardillas y pisitos infames que muchos experimentamos cada vez que decidimos mudarnos, y que aparecen anunciados en Idealista o Fotocasa como viviendas dignísimas. Pues bien, hoy me dispongo a escribir aquí sobre el lujo, que teóricamente es lo contrario del cutrerío asequible a mileuristas, pero que en la práctica deriva a veces en un escenario igualmente grotesco.  

Si al lujo se le puede colgar la etiqueta de asiático es porque cualquiera lo reconoce; sin embargo, hay toda una zona de grises que permite una variedad enloquecedora de opiniones sobre qué calificar como lujoso. Y es que, al ser un juicio de valor, se lo debe todo al contexto. Hagamos si no la prueba leyendo, por ejemplo, reportajes sobre la Cañada Real, el asentamiento chabolista más grande del país e hipermercado de la droga. En no pocos de estos artículos, cuando se describen las viviendas de la Cañada, se cuenta que, junto a las chabolas, conviven chalets lujosos, y no fruncimos el ceño cuando nos topamos con tal afirmación. La razón es que aplicado ahí, en un entorno chabolista, el adjetivo está señalando el enorme contraste entre las viviendas, y por tanto su uso es conveniente. Ahora bien, si cerramos los ojos e imaginamos un inmueble lujoso, no lo colocamos en un asentamiento ilegal plagado de casuchas y basura, sino en un fabuloso jardín o en alguna zona privilegiada de una ciudad rica. Es decir, que aunque lo lujoso dependa del contexto, su relatividad no es absoluta, pues contamos ya con muchas referencias.

Algunos anuncios de alquileres de pisos parecen hacer caso omiso de esto último. Hace no mucho, cuando mi novio y yo buscábamos casa, nos topamos en Idealista con un anuncio que rezaba: “Ático de lujo”. Estaba en la calle Isla de Oza, cerca de Puerta de Hierro, y sus 150 metros cuadrados con tres terrazas costaban 1.500 euros al mes. Aunque se nos salía del presupuesto, fuimos a verlo por puro morbo, por comprobar hasta dónde llegaba el engaño, pues nada que tenga ese precio puede ser lujoso. El anunciante se hacía llamar Aldo en Idealista, presumiblemente una pomposa alusión a Aldo Rossi, el célebre arquitecto y teórico italiano. El falso Aldo, que llegó en su moto BMW bien bronceado y con unos shorts chillones, también era arquitecto, y no recuerdo su nombre verdadero. El caso es que era él quien había diseñado el edificio, y por ende lo que en su anuncio llamaba ático de lujo, que consistía en un dúplex con un salón minúsculo, una cocina donde no cabía una triste mesa y las paredes pintadas con un esmalte burdeos del que jamás se irían las manchas de aceite (“El alicatado está pasado de moda”, nos dijo), y una segunda planta con un dormitorio abuhardillado en el que había que ponerse a cuatro patas para acceder al armario. El baño en suite obligaba a ducharse sentado. Y ah, la imagen del videoportero estaba invertida, así que, cuando lo conectó, vimos pasar a la gente boca abajo por la calle. Eso sí, las terrazas del ático, tres si mal no recuerdo, eran mastodónticas: hay que concedérselo al lujo que quería colocarnos el falso Aldo.

El mercado y la publicidad juegan con el deseo, valga decir, con la ficción, gracias a la inestimable ayuda de la escasez de oferta. Ahora el lujo es cualquier piso con muebles de diseño o de cierta calidad, céntrico y con sus estancias principales exteriores, que supere los 130 metros cuadrados.  “Clase y lujo en una de las calles más prestigiosas de la capital”, leo en un anuncio donde se oferta un piso de 155 metros cuadrados por 2.450 euros al mes, cuyo salón es grande pero no tanto, al igual que las habitaciones y la cocina, y que está entre Nuevos Ministerios y Ríos Rosas. Se trata de un piso de clase media alta, pero sólo por su ubicación céntrica. En la calle Goya, otro piso que se anuncia con un “lujoso”, de 140 metros cuadrados de disposición extraña y 4.700 euros mensuales, tiene como única arma un buen interiorismo y unas fotografías con gran angular para disimular unas estancias que tiran a pequeñas. No sé a ustedes, pero a mí la palabra lujo no me cabe en menos de 300 metros cuadrados, y eso para empezar.

 

Fotografía: Elba Fernández

 

 

 

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