Mudanzas

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Hace unos días una mujer, al comentarle yo que me mudaba, me dijo que ella tenía la sensación de cambiar no sólo de vida, sino también de identidad cada vez que inauguraba un nuevo hogar, y que había casas a las que no podía volver sin morirse de pena, cuya pérdida le resultaba insoportable por el peso de lo acontecido en ellas. El comentario me sorprendió, aunque sólo porque había olvidado lo que significa, o significaba, una casa. Pertenezco a una generación y a una clase social que ha visto cómo a las viviendas se les achicaban los metros a golpe de especulación, que ha hecho de la necesidad una virtud envenenada y que se alegra cuando encuentra pisos nuevos y modestitos en periferias que parecen páramos cercadas por nudos de carreteras, o apartamentos en el centro con la cocina integrada en el salón, por no hablar de la peor versión de esto último, el estudio con cocina americana, o lo que es lo mismo, con el armarito escondiendo las vergüenzas: dos placas de vitro o eléctricas, una encimera que da para cortar una cebolla, una pila que se llena con dos platos y una nevera de cuarto de hotel (a menudo el baño de estos estudios es tan pequeño que, si le añadimos una cajonera, tenemos que sentarnos de lado en la taza del váter, o cambiar la cajonera de sitio varias veces al día, según lo que se vayamos a hacer en el servicio). Cuando la vivienda se alquila en pareja, ya se puede empezar a hablar de piso, aunque no dé para mucho: un par de habitaciones pequeñas, un salón a menudo interior o con la dichosa cocina integrada. Lo curioso, al menos para mí, es que rara vez hablamos mal de estas viviendas cuando las encontramos, lo que quizás se deba a que los mecanismos de supervivencia nos llevan a no tirar piedras sobre nuestro propio tejado, aunque también, y sobre todo, a que durante el proceso de búsqueda hemos visto pisos peores que el que hemos terminado alquilando, ¡o comprando! Habitáculos en antiguas porterías donde no caben dos personas, buhardillas con el inodoro en mitad de su única estancia, sin estar siquiera tapado por una cortinilla (juro que me he topado con ambas cosas), bajos infectos con los muebles de aglomerado de madera de la bisabuela que los propietarios no quieren tirar, como si esa madera, casi un corcho, fuese un gran tesoro. Y todo caro. Carísimo. Así las cosas, cuando al fin damos con una infravivienda donde los caseros sólo nos cobran un mes de fianza y tiene un balcón a la calle y azulejos del baño nuevos, nos ponemos contentísimos y hacemos nuestra fiesta de inauguración de pisito, de buhardillita, de cosita pequeña y cuqui y en realidad infame por el precio que vamos a pagar por ella, y que los amigos también celebran como algo buenísimo, pues han pasado por procesos parecidos y en el país de los ciegos el tuerto es el rey.

Es por todo ello que me extrañé cuando esta mujer me habló de lo doloroso de una mudanza, y que afirmo que mi extrañeza procedía de haberme olvidado de lo que es una casa, o de lo que era. Piso indigno tras piso indigno, para mí las mudanzas tenían algo liberador: abandonar la vista al dormitorio del vecino y ganar la fachada de ladrillo de un bloque de siete alturas en una calle estrechuja, por ejemplo. Uso el  pasado porque la casa en la que acabo de aterrizar es, por primera vez desde que empezó mi periplo por estudios, apartamentos y pisos compartidos (tenía veintiuno y ahora tengo treinta y nueve), decente, pero no es de mí de quien quiero hablar, sino de una situación general. En realidad, y salvo periodos de tiempo cortos, la historia reciente de la vivienda en España ha tenido más que ver con El pisito de Marco Ferreri, película estrenada en 1959 que reflejaba un Madrid donde la gente se apretaba en cuchitriles infectos y era capaz de todo con tal de escapar de su agujero, que con los carteles de urbanizaciones relucientes, con piscina y a punto de estreno, que pueblan el extrarradio. Miramos con estupor las viviendas ataúd de Tokio, cuyos moradores ocupan espacios de 2,4 metros cuadrados, como si fueran cucarachas bajo el papel de las paredes, pero no estamos tan lejos de eso. Y cuando leo o escucho que una mudanza está considerada como una de las tres primeras causas de estrés nocivo junto con los duelos y los despidos, me pregunto cuánto tiempo queda para que las mudanzas sean desbancadas del ranking. Las generaciones jóvenes y no tan jóvenes vemos en ese dato un lujo: el de poder vincularse a un hogar. Y es un peligro que consideremos lujos lo que son derechos.  

 

Fotografía: Elba Fernández

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