Contagiar el asombro

Laura Furones
“Pero ¿existe de verdad?”. Mi hijo mayor rondaba los 5 años cuando me hizo aquella pregunta. En la pantalla de la televisión de casa nadaba una colosal ballena azul de treinta metros de envergadura y doscientas toneladas de peso. Las imágenes mostraban ese momento icónico en que la cola de la ballena salía del agua para volverse a sumergir; unos pocos segundos tan prodigiosos que parecían inverosímiles, acaso demasiado perfectos para ser reales. “Su lengua pesa tanto como un elefante, su corazón tiene el tamaño de un coche y algunos de sus vasos sanguíneos son tan anchos que se podría nadar a través de ellos”, narraba la voz. No era cualquier voz.
Lo que veíamos era un capítulo de Planeta Azul, uno de tantos portentos en forma de documentales que nos ha ido regalando a lo largo de los años David Attenborough. Hay, por suerte, muchos más, y ninguno defrauda a la hora de dejarnos boquiabiertos. A lo largo de su vida, nos ha desvelado como nadie el milagro de la biodiversidad que puebla nuestro planeta. Lo ha hecho, además, recordándonos que todas las especies importan y, por ello, deben ser respetadas y protegidas. Transmite el mismo asombro por la ballena azul que por los organismos más pequeños que se conocen. Para él, la supremacía humana es una falacia: no somos ni mejores ni más importantes que otras especies. Simplemente, nos lo hemos creído. Y eso nos hace no solo más peligrosos como especie, sino también más frágiles.
La labor de David es divulgativa, pero no por ello deja de lado el rigor científico, poniendo siempre a prueba hipótesis y contrastándolas desde su propia experiencia. Se sabe un profesional acreditado, pero nunca olvida la humildad como su más fiel compañera de viaje. En un ejercicio que sería fabuloso ver aplicado en tantos otros ámbitos profesionales, no responde a las críticas escalando con un contraataque, sino que las sopesa y, cuando lo considera preciso, corrige y cambia su enfoque. David puede equivocarse, pero jamás engaña. Esto lo convierte a él mismo en una especie en peligro de extinción.
Para lo que siempre hay espacio en sus programas, como en su vida, es para un humor sutil y delicioso, solo al alcance de mentes resplandecientes como la suya. David atrapado entre gorilas juguetones, David tratando de sorprender a un perezoso, David aguantando el tirón mientras los millones de cangrejos que lo rodean comienzan a tomarse demasiadas confianzas, David tratando de hablar sobre un ave del paraíso empeñada en robarle el protagonismo. Un día, uno de los cámaras de su equipo le pidió que pasara a su lado a toda velocidad en una motonieve mientras él le grababa tumbado a ras de suelo. Pasó, pero demasiado lejos. “Más cerca, David”, le pidió. La respuesta no se hizo esperar: “Imagínate el lío de papeleo si te atropello”. En su caso, dedicarse a algo serio está reñido con el humor; más bien, al contrario.
El pasado 8 de mayo, David Attenborough cumplió 99 años. Su longevidad es un regalo para quienes habitamos este planeta, porque nos permite seguir maravillándonos con él. Ojalá podamos pasar muchos más años sin dar crédito a lo que nos cuenta.
Happy birthday, Sir David.
Esta columna de opinión se publicó primero en la edición número 21 de MAS en papel.