Mariann o el coraje

Laura Furones

Laura Furones

Quizás llevase días rumiando cómo poner en palabras eso que latía en lo más profundo de su fe. O, tal vez, no. Tal vez aquellas frases le vinieran a la cabeza el mismo día, irrumpiendo en sus pensamientos mientras se vestía con su toga blanca y roja y trataba de atinar con los agujeros de las orejas para ponerse unas perlas pequeñas y peleonas. ¿Qué se debe sentir cuando una se prepara para hacer lo que hizo ella? Porque es posible que a Mariann la acompañara una claridad absoluta, pero eso no restaba ni un ápice de riesgo a la situación: ella debía saber, porque no existía ninguna otra posibilidad, que pronunciar aquellas palabras le granjearía un abanico aterrador de consecuencias, empezando por los insultos, acabando por las amenazas de muerte y, ante todo, pasando por el riesgo de perder su trabajo, que es lo mismo que decir perder su razón de ser. Porque Mariann, la Reverenda Mariann, había encomendado su vida a Dios. Por eso no podía hacer otra cosa que ser consecuente con ello.

Llegada la hora, subió las escaleras que desembocaban en el púlpito de la Catedral Nacional de Washington. El momento se hubiera prestado a un potente montaje visual, a cámara lenta y con la magistral misa de difuntos que es el Requiem de Giuseppe Verdi como banda sonora. No en vano, Mariann iba a celebrar una misa; de los difuntos esperemos no tener que hablar todo lo que se teme. La secuencia sería algo así: cada escalón que ella ascendiese, arropado por el Recordare (“Recuerda, piadoso Jesús, que soy la causa de tu camino; no me pierdas ese día”), vendría seguido del descenso de Trump a los infiernos, al son del Dies Irae (“Día de la ira, aquel día en que los siglos se reduzcan a cenizas”). Así, Mariann subiría el pie izquierdo mientras Trump sacaba a Estados Unidos del Acuerdo del clima de París; Mariann subiría el pie derecho mientras Trump se llevaba por delante todos los programas federales de diversidad, equidad e inclusión; Mariann volvería a subir el pie izquierdo mientras Trump indultaba a más de 1.500 personas presas por el intento de autogolpe de Estado que fue el asalto al Capitolio; Mariann volvería a subir el pie derecho mientras Trump declaraba la emergencia energética nacional con el objetivo de extraer hasta la última gota de petróleo del país (“drill, baby, drill”, lleva meses amenazando). La escalera podría ser mucho más larga, porque, en los pocos días que lleva en el poder, Trump también ha tenido tiempo de hacer cosas tan graves como sacar a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud y tan cenutrias como renombrar el Golfo de México o borrar la versión en español de la página web de la Casa Blanca, cosa que ya hizo en su primer mandato. Las pataletas de los niños consentidos suelen ser recurrentes.

Pero volvamos: llegó Mariann, por fin, al púlpito, y ofreció el servicio religioso. Justo antes de terminar, se detuvo un momento, miró a Trump a los ojos, y le dijo: “Permítame hacer un último llamamiento, señor Presidente: millones de personas han puesto su confianza en usted, y, tal y como dijo ayer a nuestra nación, ha sentido la mano providencial de un Dios amoroso. En nombre de nuestro Dios, le pido que tenga misericordia de la gente de nuestro país que, ahora mismo, está asustada”. Se refería, y así lo aclararía a continuación, a las personas LGTBIQ+ y a los inmigrantes indocumentados; esos que, según Trump, solo merecen odio.

Sí, en realidad es más que probable que a Mariann le tomara tiempo llegar articular aquello que dijo. Las verdades más profundas se sienten antes de poder expresarlas. Las palabras llegan después, a veces mucho después, del pálpito inicial, más aún cuando tienen que estar medidas al milímetro.

En una de tantas imágenes que han trascendido de ese día, tomada una vez concluida la misa, se ve a Mariann mirando de nuevo a los ojos a Trump. Ella ha bajado ya del púlpito y está de pie frente a él, uno de los hombres más poderosos del mundo que, además, le saca una cabeza y triplica su envergadura. Les separa apenas un metro de distancia. Ella está serena; él, desarmado primero, iracundo después. Ambos quedan retratados como lo que son.

Que Dios te bendiga, Mariann.

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