Seguir, a pesar de todo

Laura Furones

Laura Furones

Ayer mentí a mi hijo. No, por supuesto que no es la primera vez que le miento (tampoco será la última). Ni aquellas chuches estaban tan duras como para tirarlas, ni quedaban solo cinco minutos para que terminara el viaje. La mentira es parte de la vida cotidiana, y una de las más humanas. Una mentira oportuna evita daños innecesarios, protege a personas en peligro o remedia dolores insostenibles. A veces recurrimos a las mentiras por cansancio o incluso por facilitarnos un poco la vida. Pero hay algunas que resultan muy difíciles de decir, precisamente porque no pueden ser verdad.

Lo que quería saber mi hijo es si, cuando él sea mayor (recién estrena adolescencia), será posible vivir. La pregunta venía a colación de la victoria de Trump y las consecuencias que podría tener en la lucha global contra la crisis climática, un fenómeno que el reelegido presidente, al igual que algunos lamentables políticos europeos, considera “un gran engaño” y que, por tanto, planea boicotear sin miramientos. El mejor ejemplo de esto es su intención de dar barra libre a la extracción de combustibles fósiles en un momento en que su reducción drástica es la única posibilidad que tenemos de preservar la vida. Nuestra vida. También ha prometido retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre cambio climático, como ya hizo en su primer mandato. Eso, por no hablar de su larga lista de políticas que atentan contra los derechos humanos más fundamentales; contra la humanidad misma.

Su campaña electoral, como era de esperar, haya estado regada de millones de dólares de empresas petroleras, las mismas que saben, desde hace más de cuarenta años, que la extracción de combustibles fósiles es la mayor causante de la crisis climática, y que no solo han seguido adelante (escondiendo esa información primero, mintiendo y tergiversándola después), sino que siguen aprovechando cada oportunidad de abrir nuevos proyectos extractivos. Porque, y he aquí una idea revolucionaria, aunque Trump dé vía libre a extraer hasta la última gota de petróleo y gas, las empresas (sus directivos, sus accionistas, sus inversores) podrían negarse a hacerlo y mostrar, en cambio, su compromiso con la transición energética. Pero la realidad es que, a día de hoy, estas empresas siguen invirtiendo en combustibles fósiles el doble de lo que deberían para honrar el Acuerdo de París, mientras que mantienen un nivel de inversión irrisorio (menos del 3%) en energías limpias.

Mi hijo ya es consciente, a su corta edad, de que la crisis climática se nos escapa de las manos, y empieza a entender hasta qué punto mirar al futuro (a su futuro) a los ojos resulta aterrador. Tiene estos días también delante, como tenemos todos, el espanto que se está viviendo en zonas de Valencia y Albacete, cortesía de la intensificación de los fenómenos climáticos. Y une los puntos, cosa que aún no hemos logrado hacer como sociedad. Sabe, aunque no lo diga con esas palabras, que la crisis climática es, también, una crisis humanitaria.

Así que le mentí. O le dije una verdad a medias, o una mentira soportable; es casi lo mismo. Porque, desde hace décadas, científicos de todo el mundo nos alertan sobre la seriedad de la crisis climática con datos irrefutables. Al igual que con la DANA, no hacen más que mandar alertas cada vez más urgentes. ¿Esperaremos también a ver cuáles son las consecuencias de ignorarlas?

Más allá de mi anécdota doméstica, el problema es que esa misma mentira la queremos creer todos. Nos aferramos al “todo saldrá bien”, aunque no haya evidencia alguna de que así vaya a ser (y sí haya evidencia aplastante de lo contrario). Y, sin embargo, hasta que no afrontemos las cosas como son, no va a ser posible actuar a la escala y con la urgencia necesaria. Hace pocos días, el jefe de redacción de temas ambientales, Jonathan Watts, publicaba un sobrecogedor artículo para el diario británico The Guardian en el que hablaba sobre cómo la esperanza, maravillosa herramienta para tantas cosas en la vida, nos ha hecho un flaco favor a la hora de lidiar con la crisis climática, porque nos ha llevado a la negación y a la ceguera, es decir, a la inacción; un privilegio negado a las generaciones futuras, que no van a poder mirar hacia otro lado.

Necesitamos, de forma urgente, redefinir la esperanza, no como una confianza incondicional en que las cosas van a arreglarse por sí solas, sino como un motor de determinación para salvar el planeta y a quienes vienen detrás, sobre todo a quienes vienen detrás. En palabras de Rebecca Solnit, “la esperanza no es un billete de lotería al que te aferras sentado en el sofá. Es un hacha con la que rompes puertas en una emergencia”. Esconder la cabeza en la arena es contribuir a minar nuestro futuro.

Y esta es la buena noticia: ahí fuera hay gente, muchísima gente, decidida a buscar soluciones, a pedir justicia y a obligar a quienes nos han metido en este agujero a que rindan cuentas. Volviendo al sangrante ejemplo de los combustibles fósiles, las demandas de comunidades, pueblos indígenas, grupos ambientales e incluso gobiernos a las grandes petroleras se han multiplicado por tres desde la firma del Acuerdo de París en 2015. Y muchas se están ganando. Hay avances en la protección de los bosques, en la electrificación de nuestras economías, en las cadenas de suministro de productos agrícolas sostenibles. Hay, sobre todo, un nivel de compromiso de proteger nuestro planeta incansable, mucho más fuerte que el que tienen los negacionistas de destruirlo.

Lo que necesitamos no es una mentira. Es una verdad distinta. Así que sigamos exigiéndola, a pesar de todo.

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