Una nota feliz
Laura Furones
Aunque la amaba profundamente, la vida no le permitió dedicar a la música todo el tiempo que hubiera deseado. Aun así, interpretaba con tesón un repertorio de obras que, inevitablemente, fue acotándose con el paso del tiempo, pero que nunca dejó de abordar con el asombro de quien descubre una genialidad por primera vez. Cada tarde venía a casa, merendaba, se sentaba al piano y, desde ahí, nos ofrecía su particular recital doméstico. Por sus manos pasaban fragmentos de las Escenas de niños de Schumann o de los Preludios y fugas de Bach.
Entre toda esa música, había un acorde, y solo uno, que tenía el poder de transformar a mi abuelo, siempre formal, en un niño travieso. Era el último del Preludio número 5 en Re menor, BWV 926. Justo antes, en el penúltimo compás, se detenía unos instantes de más y miraba a su alrededor con un gesto de ensayada incertidumbre. Por fin, resolvía el acorde. “¡Tercera de picardía!”, exclamaba, extasiado ante su particular ‘momento Eureka’. El suyo era un ritual de gozosa predictibilidad y, por eso mismo, generaba una cierta sensación de calma: el final siempre era el mismo, y era dichoso. Así fue durante años.
La tercera de picardía es una de esas genialidades que es difícil rastrear en el tiempo. Se dice que se denomina así porque nació en la región francesa de Picardía, aunque también hay quienes piensan que surgió de un juego de palabras entre músicos. Lo que sí queda claro que data de la época renacentista y que siguió utilizándose con bastante regularidad durante la barroca. Después cayó en desuso, aunque nunca llegó a desaparecer completamente y siguió asomando en todo tipo de músicas: la emplearon Frédéric Chopin o Antonín Dvo ák, pero también Bob Dylan o Jannis Joplin.
No hace falta saber leer una partitura, ni mucho menos analizarla, para identificar una tercera de picardía. En todo caso, tiene una explicación muy simple a nivel musical. No es más que un acorde mayor escrito al final de una obra compuesta en tono menor. Sin embargo, lo verdaderamente interesante es lo que sucede en la realidad, es decir, en quien escucha.
Y lo que sucede se puede comprobar prestando atención: primero, a la música; después, a la emoción que genera. ¿Qué ocurre al oír una canción como And I Love Her, de Los Beatles, o Killing Me Softly, de Roberta Flack? Inicialmente, resulta fácil instalarse en una cierta melancolía, tristeza incluso, provocada por el tono menor de ambas canciones. Y así acabaría la escucha si no fuera por ese giro de guion final que logra, en un instante, transformar todo lo que era pesadumbre en ligereza; ante un escenario de derrota, la victoria.
El Diccionario Harvard de música afirma, tajante, que “no se ha encontrado ninguna explicación plausible” por la que se use un acorde mayor al final de una obra en tono menor. Pero ¿es posible, o siquiera necesario, racionalizar este portentoso truco de magia? Cualquiera que hubiera tenido el privilegio de presenciar uno de esos conciertos de mi abuelo habría descubierto en su entusiasmo todo lo que necesitaba saber para entender el poder de la tercera de picardía. Y es que, con un cambio musical mínimo, se consigue reescribir el final de una historia, y hacerlo feliz. ¿Se puede pedir más?
Laura Furones es asesora principal de campañas de Global Witness.