Compasión

Elvira Navarro

Elvira Navarro

De vez en cuando salen en los periódicos noticias sobre casos de maltrato en las residencias de ancianos. Abundan los abusos físicos y verbales, y también las estafas, pues no hay ojos que vean lo que allí sucede, ojos no cegados por la demencia o las cataratas. La situación de debilidad de los ancianos los convierte en víctimas, y el que esta debilidad no sea beatífica funciona a veces como justificación para tratos despiadados y vejatorios. Muchos de los mayores que acaban en geriátricos no se comportan como viejecitos angelicales en silla de ruedas que ya no pueden valerse por sí mismos y aceptan de buen grado y muy sonrientes que les metan en la ducha, les cambien el pañal o haya un horario de comidas. No pocos de quienes padecen algún tipo de demencia se resisten, insultan, no quieren lavarse ni comer y sienten la impotencia no solo de no entender, sino también de no ser soberanos de sus actos, lo que les lleva a una situación de ira permanente. No todos los residentes responden a este perfil, pero cualquiera que haya frecuentado un geriátrico sabe a lo que me refiero, y también que en lugares donde se convive con la degradación empezamos a entender más profundamente lo que significa la compasión. En el tiempo en el que mi abuela estuvo en un geriátrico, conocí a gente que trataba con ternura a ancianas rebeldes, agresivas, enloquecidas; gente capaz de cuidarlas con cariño y alegría, y que valía su peso en oro, pues no solo estaban haciendo su trabajo, sino que, sin pretenderlo, nos daban ejemplo a todos de lo que es la grandeza y el amor.

Es fácil compadecerse de una víctima inmaculada, absolutamente inocente: un niño, un perro, cualquier persona que sea buena y además lo parezca. Salvo que se sea un psicópata, la piedad y la solidaridad hacia ellos es inmediata. Sin embargo, cuando tenemos delante a un alguien difícil, revirado, sucio, estúpido, agresivo, demente y etcétera, la compasión se vuelve más difícil, por no hablar de quienes cometen crímenes aberrantes: asesinos, violadores, genocidas. En esos casos, incluso se justifica el que no haya piedad ninguna, la ley del talión, la venganza. Esos seres son monstruos, y ¿quién quiere a un monstruo?

En Memorias de la casa muerta (traducido también como Recuerdos de la casa de los muertos), Dostoievski refleja sus vivencias en una cárcel de Siberia, donde pasó cinco años condenado a trabajos forzados y conviviendo con malhechores y asesinos; con individuos a los que la sociedad había expulsado. El escritor ruso se sorprendió de que muchos de ellos encontraran consuelo en los Evangelios, en el amor al prójimo que Jesús predicaba y que los incluía incluso con sus crímenes. Aquellos hombres malditos necesitaban saberse dignos de amor a pesar de sus fechorías, y ahí estaba la única posibilidad de redención para ellos. Al sentirse amados, eran capaces de reconocer y desear el bien.

 

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