Jesús bajo los escombros

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Para las culturas cristianas, la Navidad está unida al nacimiento de Jesús, el hijo de Dios. Su venida al mundo implicó un cambio radical de valores. Jesús no nació en el palacio de una familia rica, rodeado de pompa, sino en un pesebre, y los ángeles solo anunciaron su nacimiento a unos humildes pastores —Dios está donde no se le espera, con las gentes sencillas y los pobres—. La visita de los Reyes Magos también conllevó un simbolismo: no son los poderosos los que reciben al hijo de Dios, sino unos sabios que vienen de Oriente.  La vida y la predicación de Jesús, tal y como se narra en el Nuevo Testamento, fueron coherentes con esta visión de la divinidad y la espiritualidad.

El mensaje de amor universal, compasión y vida eterna resultó tan poderoso que fundó una religión en cuyo seno la máxima cristiana (amar al prójimo como a ti mismo) sigue siendo subversiva, primero porque es muy difícil de cumplir, y segundo porque la doctrina de las distintas iglesias cristianas a menudo ha tenido muy poco que ver con el mensaje de Cristo, por no hablar de sus prácticas.

El mensaje sigue vigente. Nos hemos educado en él por vías no solo religiosas, sino también laicas: en los derechos humanos, que pretenden salvaguardar la dignidad de todas las personas, resuenan las enseñanzas del cristianismo, que le dio a la dignidad humana un valor espiritual.

Hace poco, muchos medios se hicieron eco de un Niño Jesús, con una kufiya palestina como manta, colocado sobre escombros en una iglesia de Belén, en Cisjordania. El sacerdote de esta iglesia, Isaac Munther, afirmaba que, si Jesús volviera a nacer, “lo haría bajo los escombros de una casa en Gaza”. La imagen de este nacimiento es muy poderosa para cualquier persona, creyente o no, que haya crecido en una cultura de valores cristianos y de defensa de los derechos humanos. También las palabras del sacerdote son difícilmente discutibles: encierran la magnitud de la tragedia, la clamorosa injusticia de que paguen justos por pecadores.

En los asuntos humanos todo adquiere un carácter moral. La moral es un arma de doble filo por entrañar juicios sobre lo que está bien y mal. Desde esta división, a todos nos tienta dar un salto muy peligroso: los buenos y los malos. Nos instalamos en el maniqueísmo y, a partir, de él, deshumanizamos a los demás. En estos días nos hemos hartado de escuchar sandeces sobre estar en el lado correcto de la historia, o sobre la lucha de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, que fue lo que dijo Netanyahu para justificar su execrable respuesta. Hamás también se ampara en discursos extremistas: esgrimen una interpretación rigorista del islam y defienden la violencia. Estas visiones idiotas del mundo necesitan apoyarse en un puritanismo moral que encuentra su fundamento en la religión, pues, por sí mismas, carecen de fuerza y tienen consecuencias catastróficas para la vida de las personas.

Vuelvo a Isaac Munther y a la fuerza simbólica de ese nacimiento de Jesús bajo los escombros. En ella el mensaje moral no se impone. Solamente clama, y quizás esa es la manera en la que siempre se presenta el bien: sin obligarnos a él y sin justificarlo. Simplemente lo reconocemos cuando lo tenemos delante.

           

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