Hablar sin saber, callar sabiendo

Laura Furones

Laura Furones

Los algoritmos favorecen el ruido, la bronca. Salga usted haciendo unas declaraciones indignadas, o indignantes, y puede que hasta acabe haciéndose viral, aunque sea en forma de meme ridiculizado. No importa. El mensaje que tenía que dar ya salió, y da igual si es cierto, capcioso o deliberadamente erróneo. Pocos se interesarán en probar su veracidad. Todo sucede a tal ritmo que casi nunca hay tiempo de reflexionar sobre una noticia antes de pasar a la siguiente. Ahí reside el enorme poder de destrucción de esas bolas de demolición que son los bulos. Reconstruir el daño que causan es una tarea doblemente complicada.

Este fenómeno, recurrente en muchos ámbitos de la vida, aumenta exponencialmente cuando se habla de la crisis climática. Para facilitar las cosas, empecemos por trasladar el asunto a otro campo: una mañana cualquiera, nos despertamos con un fuerte dolor en el pecho, a la altura del corazón. ¿A alguien se le ocurre pedir opinión profesional a nuestro vecino de café en el bar? Si no es un cardiólogo, o al menos un especialista relacionado con el ámbito de la salud, es de esperar que no le otorguemos poderes que no debe tener para hablar de asuntos de los que no sabe. Evidente, ¿verdad? Pues trasládenlo a la crisis climática y observen quiénes aparecen a menudo como “expertos” sobre el tema. Da para una amplia saga de películas de terror. 

En nuestro ámbito más inmediato tenemos a quienes adolecen de cuñadismo, esa enfermedad altamente contagiosa que lleva a opinar sobre cualquier asunto, se sepa mucho o poco de él (máxima del cuñado perfecto: lo importante no es saber, sino aparentar que se sabe). ¿Para qué detenerse a empaparse de los estudios y hallazgos de la comunidad científica internacional cuando se puede simplemente opinar con convicción, aunque lo que se diga no resista ni dos minutos de análisis? Conocerán a los cuñados por la irresponsabilidad con la que sueltan cualquier cosa que les viene a la cabeza, porque así son ellos, locuaces y llenos de certezas, aunque vacíos de pensamiento crítico. 

Pero si los cuñados son peligrosos, lo son mucho más quienes sí han estudiado en profundidad la crisis climática y, sin embargo, han ocultado o desmentido los resultados. Y aquí es donde la historia se vuelve realmente perturbadora: los primeros modelos que proyectaban un calentamiento global datan de la década de los años 70 del siglo pasado, es decir, de hace medio siglo, años antes de que la comunidad científica estudiara el mismo tema y llegara a conclusiones remarcablemente similares. Esos primeros modelos, que ya advirtieron sobre consecuencias “potencialmente catastróficas”, fueron llevados a cabo por la industria petrolera. Y fue esa misma industria la que ocultó los resultados. Con las demoledoras conclusiones en la mano, eligieron no solo no actuar, sino pasar las siguientes décadas tratando de convencer al público (y haciendo un lobby infernal a los gobiernos) de que no se puede establecer una relación clara entre el uso de combustibles fósiles y la crisis climática. Eso les permitió seguir emitiendo carbono a la atmósfera y, con ello, hipotecar nuestro futuro. Más recientemente, ha salido a la luz que también las industrias del carbón y del gas lo sabían desde hace décadas. Todas callaron.

En un paradójico giro de guion, podríamos decir que, cada vez que sueltan una nueva ocurrencia sin sustento, aquellos cuñados, gente de a pie, están dando alas, posiblemente sin darse cuenta, a los intereses de los mayores contaminantes del planeta, obstinados en priorizar los beneficios económicos, aunque con ello hagan nuestro planeta inhabitable. Ojalá pudiéramos permitirnos el lujo de echarnos unas risas con el tema. Pero el asunto no podría ser más serio. La crisis climática ha dejado de ser una suerte de amenaza acechante para convertirse en una realidad que ya está teniendo graves consecuencias. Esas mismas consecuencias que hace cincuenta años que algunos conocen, y con las que ahora todos tenemos que cargar.

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