Perfección

Elvira Navarro
Una amiga me contó que acompañó a ver la película/concierto de Taylor Swift a sus sobrinas, unas niñas de doce y diez años que, como tantas otras, son fans de la cantante. Mi amiga tiene más de cuarenta y también es fan, aunque no tan rendida. La película, de cuya existencia yo no me habría enterado si no fuera por esta colega, se llama The Eras Tour, y según leo en algunos artículos, se trata de una "representación cinematográfica", lo que significa que, de principio a fin de los 169 minutos del metraje, se asiste a una de las recientes actuaciones de la intérprete norteamericana, pero de tal manera que lo que se ve no es exactamente un concierto. No hay imperfecciones, solo música, bailes y truquitos a base de efectos especiales, como un interminable videoclip.
Mi amiga era de las pocas adultas de la sala, rebosante de preadolescentes hechizadas por el aluvión de imágenes de su diosa Taylor y por el volumen atronador, que supongo no demasiado apto para espíritus delicados e hiperacústicos. Siguió contándome esta amiga que, a pesar de su buena disposición, no pudo evitar disociarse, pues experimentaba tanto embeleso como espanto. Ella, al igual que las niñas, sucumbía al crescendo emocional del montaje que hacía que las crías abandonaran en tropel las butacas para bailar desaforadamente en el pequeño escenario delante de la pantalla, absolutamente hipnotizadas. Pero, al mismo tiempo, le vinieron a la cabeza los montajes de Leni Riefenstahl, o más precisamente: lo fácil que resulta embaucar a las masas con espectáculos perfectos y alienantes, y cómo la actual tecnología permite una sofisticación inhumana que, perversamente, se convierte en un ideal.
Para recuperarse de esta inquietante sobredosis de perfección y control absoluto, mi amiga necesitó varios días y mucha reflexión sobre la belleza, la cual, me dijo, quedaba extrañamente al margen de esa película de Taylor Swift. A base de pretender un resultado impresionante y sublime, el montaje acaba destilando también cierto horror. De hecho, ella salió del cine pensando que el paso siguiente sería sustituir al ser humano por la máquina. En cincuenta o cien años (o quizás menos) las niñas bailarán arrobadas ante algún hermoso e insuperable robot. Recordó asimismo que los griegos ya se dieron cuenta del espanto de lo perfecto, y que por ello introdujeron, por ejemplo, ligeras deformaciones en sus templos. Paradójicamente, eso mejoraba el efecto perceptivo.
Al hilo de estas conversaciones recordé una charla que mantuvieron, en la Biblioteca Municipal de Bidebarrieta, las escritoras Cristina Morales y Aixa de la Cruz. Esta última comentaba que le gustaría reescribir Cumbres borrascosas, una novela que se cuenta entre sus predilectas pero que está llenas de errores (problemas de ritmo, de construcción) que hoy no se cometerían debido al tiempo que ha pasado (esto es, al tipo de lector, inevitablemente distinto, que somos, aunque esto no lo dice Aixa, sino yo) y a la sofisticación de las técnicas narrativas. Precisaba la novelista bilbaína que lo que se imparte en las escuelas de escritura corresponde a una manera de escribir considerada como canónica que, en verdad, tiene que ver con cómo se empieza a escribir a partir de los años cuarenta o cincuenta del siglo pasado, lo que hace que, cuando se enseñan algunos clásicos pertenecientes a otras épocas (a otros cánones), haya que explicarles a los alumnos que las cosas nunca son como las cuenta un manual, y que deben aprender a poner en entredicho cualquier prescripción. Pero este es otro asunto y no quiero desviarme. Me quedé con las palabras de Aixa de la Cruz porque señalan algo a lo que yo misma llevo tiempo dándole vueltas, aunque de otro modo: ¿serían esas obras cuyos fallos nos parecen hoy evidentes las mismas sin esas imperfecciones? ¿No están los aciertos contenidos en los errores? ¿Y qué es un acierto o un error? O más bien: ¿de qué depende esa consideración?
Marguerite Duras decía en Escribir que hay que aceptar el error en un libro, porque parte de su alma está en pasajes sumamente imperfectos. Los podemos suprimir en nombre de la perfección, pero cuando lo hacemos a menudo nos damos cuenta de que nos hemos quedado sin nada, o de que hay algo importante que se estropea con tanto cálculo, como al parecer sucede en esa película de Taylor que yo no voy a ver.