Cuando el derecho a defenderse es asesinar niños

Elvira Navarro

Elvira Navarro

En El Museo de la Rendición Incondicional, la escritora Dubravka Ugrešic reflexiona, entre otras muchas cosas, sobre la condición humana desde el prisma de la guerra. Ugrešic sufrió la de los Balcanes y se posicionó en contra del conflicto, criticando tanto a los nacionalistas croatas como a los serbios, actitud por la que finalmente tuvo que abandonar un país que dejó de existir. En esta magnífica novela se vierte una visión desengañada, un espejo nada amable de en qué nos convertimos cuando las cosas se ponen feas. Utiliza a menudo las palabras «bueno» y «malo», tan corrientes en nuestro vocabulario por nuestro afán de identificarnos con los buenos, en cursiva para remarcar lo relativo de estas denominaciones y el cinismo que hay tras su uso. Escribe la autora croata: «Alma sabía que la revolución no se hacía por las ideas justas, sino por las casas, los cargos, la tierra, el territorio. Y lo mismo que a su padre le habían premiado con un piso y con chalet en la playa por su “actitud ideológica”, un momento después algún nuevo “asesino” pretendería instalarse en ese mismo piso, en nombre de una nueva “aptitud”». Y un poco más adelante afirma: «Vitalismo animal, esa es la esencia de la naturaleza humana, todo lo demás está de más. Las pocas ideas, estas o aquellas, sirven de envoltorio para que la mierda humana no apeste hasta el cielo».

En La piel, la novela de quien fue un testigo excepcional de la Segunda Guerra Mundial, Curzio Malaparte, encontramos esa misma visión: los humanos enseguida somos más bestias que «humanos», palabra que quizás habría que entrecomillar siempre. El libro abunda en ejemplos: desde los soldados que vienen a liberar Nápoles (los «buenos»), de cuyo pueblo miserable se aprovechan, hasta la matanza de los judíos (contada metafóricamente con una escena de unos judíos crucificados que imprecan a los cristianos por permitir el exterminio), pasando por cómo, cuando las fuerzas Aliadas entran en Roma, un grupo de jóvenes milicianos (de nuevo, los «buenos») están fusilando a unos muchachos fascistas (aquí los «malos»), casi unos niños, cuando ya no es necesario, pues la guerra está ganada. Lo hacen por puro odio.

Sabemos que durante la Segunda Guerra Mundial los Aliados (los «buenos»), en su ataque a Alemania, decidieron arrasar no solo objetivos militares, sino también a la población civil. Entre marzo de 1942 y abril de 1945 se masacró, innecesariamente, a cerca de 350.000 civiles y se destruyó, también inútil y sanguinariamente, entre el 50% y el 60 % de las ciudades alemanas. Este cruel suceso, que ahora es interpretado como una venganza, se llevó a cabo por Charles Portal, jefe del Estado Mayor del Aire en Gran Bretaña, y Arthur «Bombardero» Harris, mariscal de la Royal Air Force y defensor de la estrategia llamada de «ataque total», al parecer con el consentimiento —dudoso según cuentan, pero consentimiento al fin— de Winston Churchill. En El Confidencial, donde salió hace un tiempo una noticia sobre este suceso, se hacía referencia a una investigación llevada a cabo por Paul Sanders, de la francesa Escuela de Negocios NOEMA, y Keith Grint, de la Escuela de Negocios de Warwick, en la que se concluyó que, si bien entre 1942 y 1944 estos bombardeos podían encontrar cierta explicación desde un punto de vista político, entre septiembre de 1944 y abril de 1945 la barbarie ya no tenía utilidad alguna.

Que los nazis y los fascistas eran los «malos» es algo que aceptamos, sobre todo cuando hay un Holocausto de por medio. Sin embargo, nos cuesta más creer que los «buenos» sean capaces de atrocidades semejantes a las de los «malos» porque crecemos con un relato donde la claridad se pone solo de un lado y la oscuridad del otro. Lo inaceptable de quienes llamamos los «buenos» se silencia, se minimiza o se justifica: a todos nos conviene porque resulta muy tranquilizador sabernos en el lado correcto. Pero cuando la máscara cae, cuando los «buenos» se comportan exactamente como los «malos», nos resulta insoportable mirarnos en el espejo y dolorosas esas comillas que tan sabiamente usa Dubravka Ugrešic en El Museo de la Rendición Incondicional para señalar la mentira de creerse en el lado «bueno». Porque ¡ay de nosotros cuando el lado «malo» nos devuelve la imagen completa de lo que somos!

Ahora está teniendo lugar uno de esos sucesos donde ha dejado de ser posible, salvo que se sea un idiota o un cretino, señalar buenos y malos. Todo es malo, y aquí no entrecomillo: la horrorosa matanza de Hamás y la despiadada respuesta de Israel sobre una población civil que no es culpable y que además se compone de, sobre todo, niños y jóvenes, son tan monstruosas e insoportables que resulta difícil nombrarlas. Las palabras, como las cifras de muertos, acaban banalizando los hechos.

Hay muy pocas cosas que no admitan el entrecomillado cuando se las califica como buenas o malas. Masacrar a poblaciones civiles es una de esas cosas que no lo admite—tampoco el apartheid sufrido por los gazatíes—. De ahí el escándalo para ojos occidentales, que han definido, rotulándolas como «derechos humanos», líneas rojas que jamás han de ser traspasadas. Estados Unidos, garante de las libertades, la democracia y blablablá, no solo ha apoyado que Gaza se convierta en una cárcel a cielo abierto, sino que ahora, bajo el paraguas del derecho de Israel a defenderse y en un ejercicio de cinismo como no lo veíamos desde la invasión de Irak, está permitiendo un genocidio con el beneplácito de Europa. Y ya no hay palabras, retórica, que legitime todo esto.

Al final Biden no era mejor que Trump, y la sensación que a muchos nos queda no es solo que los derechos humanos sean solo para quien tiene el poder y pueda procurárselos, sino que el mundo está dirigido por extremistas. Algunos se presentan como tales, como los religiosos o los ultraderechistas, pero otros tienen piel de cordero. Son los que dirigen los llamados países liberales, cuyo liberalismo es ya solo económico —qué bien le debe de estar viniendo a Estados Unidos, cuya economía se sustenta en buena medida en la industria armamentística, esta guerra—. Todos son iguales: nadie piensa en sus pueblos.

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