Cuando la patria es el dinero

Elvira Navarro
El otro día estuve en Carabanchel, que fue el primer barrio al que me fui cuando el centro empezó a ser prohibitivo, a principios de los dos mil y con Aznar diciendo “España va bien” porque, en efecto, se podía especular muy bien. En aquel tiempo acabé en Urgel tras unos cuantos meses buscando pisos en la almendra dibujada por la M-30, hasta que me resigné a atravesar un Manzanares que era un miasma, sangre sucia, una alcantarilla a cielo abierto. Madrid Río ni se soñaba, y hacia el sur y el este la frontera erigida por la circunvalación funcionaba de manera poderosa: la impresión de haber sido expulsada de la ciudad era contundente. También el descubrimiento de que la mayor parte de la capital está construido con un enorme desprecio hacia sus habitantes, para los que se alzaron pisos de escasa calidad en calles áridas y estrechas: los constructores obtenían así más beneficios. En aquella época caminé incansablemente hacia el oeste, hacia el este y hacia el sur, y jamás hacia el norte porque atravesar la M-30 era como masticar carbonilla. Evitaba General Ricardos y la Vía Lusitana, pues son autopistas en mitad de la ciudad, y la devoran. Solo descansaba de la impresión de aspereza cuando había algún parque, normalmente ralo; también en aquellas colonias, pocas, donde sí se hizo algo de urbanismo para dar humanidad a pisos pequeños, mezquinos, mal aislados. Me refiero a esas zonas donde los edificios se disponen en torno a espacios ajardinados que no son privados, porque pueden atravesarse, pero tampoco parecen públicos porque su función es resguardar del ruido, de los comercios, del tránsito, del aire tan sucio, gracias al césped y a unos cuantos árboles
También eran remansos los inmuebles de otras épocas, antes de que se erigieran angustiosas moles: la Ermita de Nuestra Señora de la Antigua, Puerta Bonita, la iglesia de San Sebastián Mártir, la Junta Municipal del Distrito de Carabanchel o la Colonia de la Prensa. Entre estas joyas patrimoniales que recordaban que otra forma de habitar y construir había sido posible, se encuentra un hermosísimo y ruinoso edificio que primero fue hotel y luego, tras una reforma de Secundino Zuazo (arquitecto importantísimo para Madrid), se convirtió en un asilo de mujeres trabajadoras sin derecho a la jubilación. Me refiero a la antigua Fundación Goicoechea e Isusi, en la calle General Ricardos, que conserva una imponente belleza a pesar de ser casi una ruina a la que se está dejando caer por decisión de la alcaldía del PP, partido que se llena la boca de un patriotismo tan zafio como las banderas que Martínez-Almeida ha colocado por todas partes, y que lo único que demuestran es cuánta verdad encierra el conocido refrán: dime de qué presumes y te diré de qué careces.
Cuentan las noticias que he encontrado en internet que este inmueble había sido propiedad de la Fundación Castresana, que luego se vendió a la cadena de asilos Tercia Residencial y que Manuela Carmena proyectó comprarlo para rehabilitarlo y darle un uso público. La llegada del PP a la alcaldía anuló la operación alegando que era muy costosa, y hoy, a pesar de contar con una protección estructural, se está dejando caer con total impunidad.
No es la primera vez que pasa, ni será la última, en una región casi siempre gobernada por los hijos y nietos de quienes patrimonializaron el país en su propio beneficio (aquellas élites groseras e ignorantes que conformaron el grueso del franquismo), y solo entienden por patria algo tan chusco como favorecer los negocios no por el bien de todos, sino para sacar tajada.