El mundo como parque temático

Elvira Navarro
Es verano y, como siempre, me he ido a pasar unos días a mi pueblo, que es agrícola y sobre todo ganadero, y que se está salvando de la despoblación por los pelos, lo que en estas circunstancias de abandono de la España rural no significa que el municipio esté creciendo, sino que aún hay mucha gente que no se marcha porque encuentra la manera de ganarse la vida aquí. Sin embargo, me cuentan que la mayor parte de los pueblos de los alrededores se están quedando vacíos a una velocidad vertiginosa, que hay calles enteras con todas sus casas a la venta, que ya apenas nacen y crecen niños en la comarca y que el paisaje humano lo conforman sobre todo ancianos. No hay trabajo, tampoco se ofrecen alternativas.
A la migración a la ciudad en busca de una vida mejor hay que ponerle muchos entrecomillados, pues la mayor parte de las veces la vida no es mejor en las ciudades. Simplemente se subsiste en ellas con trabajos mal pagados, ahorrando sin fin para el alquilar o la compra de un pisito donde terminar embutido como una salchicha. Tus hijos se acostumbran a vivir así: mirando el edificio de enfrente, tan feo, pequeño y mal hecho como el tuyo, jugando en parques con suelo de caucho y vallados, donde ni siquiera hay contacto con la tierra, y que a lo que más se parecen es a los pipicanes de los perros (donde al menos hay tierra), o en patios de colegio de cemento y sin vegetación, que recuerdan a cárceles.
Igual me estoy poniendo muy dramática, pero mucha gente hemos visto no solo cómo los pueblos se quedan sin niños, sino también cómo en las calles de las ciudades los críos se mueven hipercontrolados, en recintos siempre cerrados y con una presencia adulta permanente incluso cuando los chiquillos ya no son tan niños y empiezan a tener edad de explorar el mundo a solas.
Se dice a menudo que las ciudades ofrecen mucho más que los pueblos, afirmación que a simple vista parece una obviedad: son grandes, hay más variedad de servicios, de gentes, de patrimonio, por no hablar de la oferta cultural. Sin embargo, eso es así en la medida en que te mueves libremente por ellas, sin miedo, y en que la propia ciudad conserva un espacio público vigoroso. Pero la tendencia es la contraria, y su modelo es la de los parques infantiles: que la vida de las personas acabe desenvolviéndose en espacios muy acotados. Los nuevos barrios son ya de manzana cerrada, entre otras cosas para que los niños no tengan que salir a jugar; los locales comerciales son cada vez más escasos porque pierde importancia la vida en la calle, y todo se concentra en un lugar donde lo único que se aprende es el consumo desaforado y a comer mal (en todos los sentidos de la palabra mal) en franquicias: el centro comercial.
Para mucha gente que nace y crece en unas ciudades cuyo modelo es el que acabo de referir, la única experiencia del funcionamiento básico de este mundo acaba siendo la de un parque temático: superficial, subsumida en el ocio. Se visita la naturaleza en vacaciones o durante los fines de semana, como algo bonito y ajeno, o como una extensión del parque donde hacemos running. Con suerte, a los niños se les manda durante quince días a una granja escuela donde, por primera vez, ven en directo cómo escarban o ponen huevos las gallinas, o cómo los tomates no crecen en bandejas de poliespán. El funcionamiento real, biológico, de la vida se convierte en un bicho raro y exótico con el que rara vez tenemos que lidiar.
Los pueblos poseen un valor que va más allá de una bucólica tranquilidad: mantienen a los que los habitan pegados a esta tierra que tanto hablamos de proteger, pero de la que cada vez sabemos menos. Hemos desaprendido demasiadas cosas, y aunque este artículo no tiene como fin reivindicar la vuelta al pueblo, sí creo que debería propiciarse un equilibrio entre lo rural y lo urbano si no queremos olvidar aquello de lo que depende la existencia de los seres vivos en este planeta, ese equilibrio delicado que se basa en saber cuidar los recursos para que los recursos sigan cuidando de nosotros.