Los misterios de Eleusis

Elvira Navarro
Una amiga me contó que estuvo en Grecia y que, por motivos de trabajo, la llevaron por donde antaño se realizaba una parte de la procesión de los misterios eleusinos, ritos de culto a Deméter y Perséfone inspirados en el mito según el cual la hija de Deméter, Perséfone, es secuestrada por Hades, el dios del inframundo. Deméter, diosa de la agricultura, la vida y la fertilidad, descuidó su tarea al irse a buscar a su hija, lo que provocó que la tierra se helara y que de ella no pudiera brotar nada. Con el retorno de Perséfone volvió la primavera, y eso es lo que conmemoran los misterios eleusinos: el regreso de la vida.
Los mitos poseen una enorme belleza por su poder evocador y su potencia arquetípica. Son la expresión primigenia de la literatura: la de la palabra dándole un sentido al mundo. Los escenarios donde estos relatos se conmemoran son, de hecho, templos. Cuando una cultura o civilización es barrida por otra, como sucedió en Grecia, sus lugares sagrados también son arrasados, y esto es lo que mi amiga me contó: que solo quedaban ruinas de los monumentos dedicados a Deméter y Perséfone, y que una parte de lo que se llamó Camino Sagrado, por donde iba la procesión, hoy son las afueras tristes de una ciudad. “Había un Lidl”, me explicó, asombrada por la enorme distancia entre lo evocado por el mito y aquel recorrido lúgubre por calles con aspectos de polígono que no recordaban a nada.
Estábamos tomando unas cervezas en un bar, y mientras mi amiga me refería esto, echaban por la tele del local la película La vida sigue igual, protagonizada por un Julio Iglesias muy joven que, sin embargo, ya era un mito cuya gesta cumplía los pasos del viaje del héroe: tras haber superado el accidente de coche que le impidió cumplir su sueño de ser futbolista, ganó en 1968 el Festival de Benidorm y se convirtió en una estrella. La película, de 1969, cuenta esto mismo, y está tan mal interpretada que cuesta creer que ese actor pésimo lograra en la vida real lo que en la ficción resulta inverosímil. La horrenda actuación no acabó con la carrera de Julio Iglesias, y lo interesante de la película no es la historia, sino el escenario: una Manga del Mar Menor casi virgen. Yo escuchaba a mi amiga mientras Julio Iglesias cantaba en lo alto de una duna —al fondo, la paradisiaca lengua de tierra que fue La Manga, en la que apenas había nada construido—, y cuando mi amiga decía consternada que en aquel paraje antes sagrado ahora solo había edificios feos y un Lidl, yo no podía dejar de mirar aquella Manga del Mar Menor ya desaparecida como un lugar que alguna vez también fue sagrado. No sé cuántos Lidl habrá ahora en el Mar Menor, pero seguro que unos cuantos.
Hoy se acusa a las grandes potencias de expoliar el patrimonio y se reclama su devolución. Junto a esa petición, que sin duda es justa, se olvida que, tanto en Grecia como en otros países, el patrimonio estaba olvidado y destruido. Fue gracias a la pasión por el arte clásico promovida por arqueólogos e historiadores del arte alemanes e ingleses que hoy todavía se conservan obras maravillosas del mundo antiguo, unas obras que en su día fueron vendidas por quienes las custodiaban, cuando no tratadas con indiferencia y desprecio.
Me pregunto a quiénes acusaremos en siglos venideros de la destrucción de nuestro patrimonio natural: si a Europa por habernos condenado a vivir del turismo, a Franco por impulsar ese modelo o a la Agenda 2030. Lo que es seguro es que nos haremos las víctimas a la hora de asumir responsabilidades. Doñana ya no existirá y la culpa será, como en los antiguos chistes, del patético comportamiento de alemanes, franceses e ingleses, que solo saben comer fresas.