La violencia imaginada

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Voy en un tren de cercanías. Son casi las nueve de la noche. Ante mí se extiende un campo perteneciente a la base militar de El Goloso. Es un terreno de lomas suaves, caminos de tierra, matorral y, al fondo, la sierra de Madrid. Salir de la capital y que la vista descanse en la lejanía siempre relaja, pero en esta ocasión la tranquilidad dura muy poco. Cuando nos detenemos en la Universidad de Comillas, se suben al vagón dos hombres encapuchados y bloquean el tren dándole a la palanca de emergencia. Están muy cerca de donde voy sentada; unos chavales que hasta hace unos segundos charlaban frente a mí se tiran al suelo. Me cuesta entender lo que sucede, aunque mi primer impulso es bajarme de allí y echar a correr. También comprobar si los encapuchados han dejado una mochila en algún sitio. Incluso hago un pequeño intento de mirar por debajo de los asientos, pero ¡qué digo pequeño!, en realidad es tan diminuto que solo lo siento yo. Se trata de una intención que me recorre el cuerpo sin poder accionarlo, pues mis músculos se han bloqueado con el tren. No logro hacer nada, no se me mueve ni un pelo de la cabeza. Esto que ahora relato ocurre a tanta velocidad que mis impulsos resultan demasiado vacilantes: no hay tiempo para que alguno gane la partida. Me quedo quieta como un animal que intenta pasar desapercibido ante el depredador. En mi imaginación, la fiera a punto de devorarme tiene la forma de una bomba que va a estallar, y esos dos individuos con las caras tapadas han bajado a toda prisa del vagón para ponerse a salvo de la onda expansiva.  En ningún momento pienso en que hayan parado el tren para, por ejemplo, robarnos. Tantos años de telediarios que se abrían con noticias de atentados hacen que, entre todas las posibilidades, mi cabeza escoja el terrorismo como explicación más plausible. Incluso como la única explicación.

Sin embargo, lo que comienza a suceder es algo bien distinto. Por las puertas que dan al andén, aún abiertas, entra un olor químico. Una chica dice: “Están grafiteando el tren”. Al parecer, no es la primera vez que ella presencia algo similar. Todos suspiramos de alivio, la conmoción no responde a nada demasiado peligroso, y por eso mismo la ira se abre paso entre nosotros. ¿Unos chavales han detenido el cercanías para echar su meadita en forma de firma cutre? ¡Serán gilipollas! Nos vamos todos hacia las ventanillas que dan a la vía, y en efecto allí están los dos con un par de espráis. Varios jóvenes, entre ellos los que se han tirado al suelo, deciden forzar la puerta que desemboca en la vía y propinarles un escarmiento. Entre cuatro o cinco consiguen abrir, y empieza entonces una batalla de piedras entre los raíles. Si en ese momento hubiera pasado un tren, todos habrían muerto aplastados, pero nadie piensa en esa posibilidad porque todo sigue sucediendo muy rápido y lo que nos embarga son reacciones instintivas, casi animales. Yo misma me sorprendo aporreando los cristales e increpando a aquel par de chicos tontos que se juegan la vida por unos minutos de adrenalina y una gloria idiota y fea: un garabato que nadie, salvo ellos, va a admirar, ni siquiera a entender como desafío a la autoridad, quizás al mundo, pues es una forma tan convencional que acaba anulándose a sí misma. Pero eso no lo comprendes mientras eres adolescente.

No escribo esto para hablar de la loca pubertad, sino de los imaginarios tan diferentes de la violencia que existen, y de cómo nos condicionan. Los que se tiraron al suelo eran latinoamericanos, no sé bien de qué país porque no mencionaron su procedencia. Esta solo se evidenciaba por el acento. Cuando todo acabó, contaron que creían que se iba a armar un tiroteo dentro del tren y que por eso se habían echado al suelo, y yo entonces recordé, aunque los acentos no sonaron a mexicano, que cuando estuve en México mucha gente me hablaba de las balaceras como algo habitual, al igual que aquí lo fueron las bombas. También pensé en lo fácil que es manipularnos con el miedo. Si logran asustarnos, los fantasmas se multiplican y dejamos de calibrar el peligro real o, sencillamente, la realidad. En ese momento todos supusimos que iba a pasar algo más grave que una parada de veinte minutos por el divertimento de unos niñatos, y nuestra respuesta ante la situación la dirigió el pánico. Quizás incluso fue ese mismo pánico el que nos llevó a mirar como cosa normal el que unos y otros se liaran a tirarse piedras, cosa que podría haber acabado en tragedia si, en vez de simple balasto, hubiera habido navajas. Finalmente pensé en lo presente que está el miedo siempre, y en cómo los medios y los políticos nos manipulan con él. Ellos también son encapuchados, hombres del saco cuyas intenciones son tan imbéciles y egoicas como las de esos adolescentes que se perdieron tras unos matorrales con sus espráis.

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