El fin del mundo es hortera

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Hace pocos días leí en la newsletter de la escritora Gabriela Ybarra, Correo nocturno, una observación que creo que muchos compartimos: lo hortera que es el fin del mundo. “Lo peor que llevo de esta agonía del mundo es lo cutre y lo hortera que es”, dice exactamente Gabriela tras contar que en el primer piso de su edificio han abierto un Airbnb. El saberlo le hizo tener la sensación de que su hogar era menos hogar. También contaba cómo el turismo está ya no solo transformando el paisaje del centro de la ciudad, sino destruyéndolo. La autora contrasta este apocalipsis diario del centro urbano, lleno de monótonas franquicias rebosantes de turistas ávidos y gritones, con el imaginario que tenemos sobre el apocalipsis, procedente de la religión y, por tanto, poseedor de un sentido. Nuestra mítica del apocalipsis está cuajada de imágenes bellas y terribles, sublimes en el sentido que le dio Kant en La crítica del juicio. Lo sublime es aquello que nos atrae y nos espanta al mismo tiempo, porque el entendimiento humano no es capaz de contener a Dios.

La vida está llena de apocalipsis. Cada generación vive su pequeño fin del mundo, y también los individuos. Desaparecen los lugares que conocemos, o son sustituidos por otros; desaparecen los rostros de los amigos y de las personas amadas. Desaparecen costumbres, se reorganizan las cosmovisiones. A veces esos apocalipsis se acercan terroríficamente a la idea de fin absoluto: así, las catástrofes.

La escritora yugoslava y croata Dubravka Ugrešic, muerta el mes pasado, tuvo la desdicha de experimentar una de esas catástrofes: la guerra en la antigua Yugoslavia. Su posición antibelicista y antinacionalista y sus duras críticas tanto al nacionalismo serbio como croata la volvieron una indeseable para los croatas. En la que es considerada su gran obra, Zorro, la autora cuenta cómo sus libros desaparecieron de las librerías y las bibliotecas. Su nombre no se pronunciaba sin riesgo ni oprobio. También cuenta, al igual que Curzio Malaparte en La piel, el envilecimiento moral que tiene lugar tras una guerra, consecuencia no sólo de un odio estúpido hacia el que ha sido el enemigo, sino también de que no haya escrúpulos cuando se trata de sobrevivir.

Junto a estos horrores, Ugrešic se ocupa asimismo de un fin menos dramático, el del prestigio de la literatura, del lugar destacado que, de un modo u otro, los buenos libros jugaban en la vida de tantas personas, así como del papel de los intelectuales en la vida pública, el cual, aunque ya lo estemos olvidando, llegó a ser muy importante en los países donde la Modernidad echó suficientes raíces.

La escritora cuenta que es invitada a un festival literario en Nápoles donde casi nadie acude a las intervenciones de los escritores. Los organizadores siempre dan alguna justificación cándida: demasiados eventos ese día, o fútbol. Ugrešic, que tiene poco de cándida, apostilla: “La vida se ha convertido en un lujo, y la literatura todavía más, solo que nadie ha informado de ello a los participantes del encuentro. Por eso estaban convencidos de que la sala vacía era una excepción, y no la regla”.

Cuando a Dubravka Ugrešic le toca intervenir, se sorprende de que la sala esté a rebosar. Se da cuenta de que la gente no ha acudido a escucharla a ella, a la escritora, sino a la viuda de un autor famoso. La viuda también es una celebridad, aunque no haya escrito en su vida una sola palabra. El público solo quiere estar cerca de la fama. Al poco, la viuda se desvela como un personaje tan genial que parece salida de la cabeza de Ugrešic, con quien establece, en los días que siguen, un diálogo muy mayéutico sobre sí misma y su mirada sobre el mundo (¿no es lo mismo?), lo que da un texto cuajado de maravillosas reflexiones sobre lo cerca que están ahora la literatura y el circo, y sobre la fama. La viuda afirma, por ejemplo: “Los escritores hoy ya no molestan al público con lecturas, sino que llevan a cabo una suerte de espectáculo. El público, cuyos estándares receptivos se han educado con la televisión e internet, es literariamente cada vez más analfabeto y busca un entretenimiento rápido e inequívoco”. Y también: “Cuantos menos motivos reales para la fama, más calificada se considera una persona para entrar en la órbita de los famosos. Porque el público es el que establece los criterios, no nosotros. Y a un público, digamos, un poco más masivo, no le gustan estándares que tal vez él mismo no podría satisfacer o entender”.

Y en fin, que de la época en la que la literatura, tal y como hoy aún la entendemos, tenía peso, puede que nos quede poca memoria, pero del circo no nos olvidamos ni un solo día. Los payasos nos están echando de los centros de las ciudades y de muchos otros sitios, pero no podemos dejar de mirar sus sonrisas espantosas.

           

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