Quién nos ve cuando no nos miran

Lucía Marín Moreno

Lucía Marín Moreno

Las redes sociales tienen un algoritmo que hace que te topes, entre una amalgama de vídeos gatunos y bilis llena de odio, con reflexiones interesantes. Eso es lo que me pasó a mí una helada mañana, igual que la jarra de agua que me iban a rociar por encima. ¿El culpable? Un bot de Twitter que cita escritos de Annie Ernaux —no seré tan petulante como para decir que ocurrió mientras yo leía uno de sus libros, sobre todo porque sería mentira—. El tuit decía así: “Cuando me encontraba rodeada de otras mujeres, en la caja del supermercado, en el banco, me preguntaba si ellas tenían, como yo, un hombre metido a todas horas en la cabeza”. No es novedad que las palabras de la premio Nobel sean certeras, pero esta vez me resonaron un poco más de lo habitual. “Qué tía”, pensé. Reconocer eso no me parece nada fácil, pues es admitir hasta qué punto la mirada masculina nos afecta a las mujeres. Deslicé hacia abajo para leer los comentarios. Varias de ellas afirmaban que experimentaban lo mismo y, pese a ser una noticia poco alentadora, me permitió albergar algo de alivio, un “no estás loca”.

Pero ¿a qué se refiere Ernaux con este hombre que habita nuestras pensaderas? Por muy ficticio que suene para aquellos que no vivan su ocupación, es un huésped que nos juzga continuamente, sin compasión ni horarios. Si la presión estética ya es asfixiante, en especial para las mujeres, el colmo es vivirlo también en nuestros hogares. Esa vocecita que nos avasalla con la culpabilidad de no tener una apariencia siempre impecable, espléndida. De no lucir un rostro luminoso y un perfecto moldeado, aunque se suponga que en casa lo primordial sea estar cómodas. De tener que estar listas, preparadas por si alguien nos viera.

Ahora imagina a miles de mujeres desquiciadas por esta idea. La hipervigilancia hacia una misma puede ser agotadora, sobre todo si desde pequeñas nos han enseñado que solo siendo guapas e ideales es como gustaremos. ¿A quién? ¿Quién se merece tanto hartazgo como para que a mí me interese gustarle? Tras la respuesta suele esconderse un hombre o, más bien, lo que la sociedad patriarcal nos ha enseñado que les gusta a ellos. El male gaze que nos acompleja y nos hace sentir pequeñas por no llegar a unos estándares que ni siquiera hemos elegido. ¿No tendremos primero que gustarnos a nosotras mismas?

Cuando crecemos, nuestra identidad se configura a partir de la información que vamos recibiendo. Los comentarios de nuestros padres son uno de los prismas fundamentales sobre los que construimos nuestro propio relato. A través de la pregunta típica, en primera instancia inofensiva, acerca de ese novio que debe estar al caer, asumimos uno de los roles que nos han asignado: el de agradar.

Esto se aprecia muy bien en el cine y la televisión. No es difícil comprobar que existen dos formas de andar por casa en la pantalla: ellos, ataviados con prendas cómodas y holgadas; ellas, en una bata delicada de satén y peinadas con unas ondas definidas (las más transgresoras, con un moño cautelosamente mal hecho). Las redes sociales no quedan exentas de dicha dicotomía: incluso las fotos más casuales y menos pretenciosas suelen tener una autoproducción exagerada. Con esto no pretendo demonizar el mundo de la estética —soy la primera que sigue estas pautas—, sino cuestionar hasta qué punto nos vemos arrastradas por él.

No obstante, en el panorama se atisban algunos destellos de mejoría. Un ejemplo casero: mi hermana, que pese a tener 11 años ya es referente para los que la conocemos, comentaba el otro día que no entendía lo que eran los complejos: “Mamá, pues si eres de una manera, lo asumes y ya está”, decía. Esta mirada, que más que inocente es sabia, arroja bastante luz sobre el asunto. Por supuesto que su mente no está precintada: el patriarcado contaminará paulatinamente todos los aspectos de su vida, pero encuentro esperanzador que una niña tenga un hombre interior tan benevolente o, más bien, que carezca de él. Esa “juventud dorada” de la que hablaba Machado en Las Moscas, puesta en bandeja para el disfrute, las mujeres la vivimos examinando con lupa quisquillosa nuestras propias carnes. Ya es hora de que dejemos de ser nuestra propia sección “Arrrrrrgh” de la revista Cuore. Ojalá pronto podamos ir desaliñadas sin sentir que no ofrecemos nuestro máximo potencial, cuando este nada tiene que ver con la belleza.

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