Literatura y comida

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Hace años leí una recopilación de artículos de Marguerite Duras, creo que agrupados bajo el título de Outside, aunque ya no estoy muy segura, pues perdí ese libro en alguna de mis muchas mudanzas. Uno de esos artículos versaba sobre cómo hacer un buen puré de puerros. Aquel libro tenía una traducción bastante dudosa, y supuse que Duras se estaba refiriendo a la vichyssoise. Me encantó cómo la escritora aclaraba que no había que cocer mucho el puerro. Las cremas, decía, se estropean porque, de tanto cocinar la verdura, esta pierde el sabor.

Parte del encanto que encontré en aquel texto procedía de que, a mis diecinueve o veinte años, me parecía un atrevimiento usar una columna de opinión para explicar cómo se prepara un buen puré. Los artículos que acostumbraba a leer en la prensa tenían un halo bastante más serio que el que poseen en la actualidad, donde internet ha traído tanta abundancia y variedad que ya es raro que algo nos sorprenda.  

Antes de descubrir a Marguerite Duras, que fue bastante pronto, yo venía de una larga preadolescencia plagada de libros de Los cinco donde los puntos de inflexión entre las escenas trepidantes son grandes comilonas en las que, si la memoria no me falla, jamás faltan los pasteles de carne y la cerveza de jengibre, bebida que buena parte de los niños de mi generación ha saboreado mentalmente inventándole un sabor, porque aquí no había más cerveza que la que tomaban los adultos y la shandy. La shandy tenía muy poquito alcohol, y por eso nos dejaban beberla a partir de los doce o trece años.  

Entre mis quince y mis dieciséis leí algunas novelas de Vázquez Montalbán en las que el famoso detective Pepe Carvalho prepara platos deliciosos. Creo que para entonces yo me había hecho a la idea de que había una relación directa entre la afición por el buen yantar y el gusto por la literatura. Un escritor debía ser también un gourmet y un gran cocinero, suposición en la que seguramente tenía mucho que ver mi propio placer tanto por la escritura como por la cocina. Mi hipótesis se vino abajo con el libro que Cristina Peri Rossi escribió sobre su amistad con Julio Cortázar, donde decía, o eso creo, que ninguno de los dos sabía comer bien, que se conformaban con un filete con patatas.

Que mi hipótesis sobre la excelente relación entre la literatura y la comida no se sostenga no significa que sea rara ni que pueda carecer de fundamento. En Una habitación propia, Virginia Woolf no sólo apunta algo parecido, sino que se recrea en ello y trata de justificarlo. “Los novelistas suelen hacernos creer que los almuerzos son memorables”, afirma la escritora, “por algo muy agudo que alguien ha dicho o algo muy sensato que se ha hecho. Raramente se molestan en decir palabra de lo que se ha comido. Forma parte de la convención novelística no mencionar la sopa, el salmón ni los patos, como si la sopa, el salmón y los patos no tuvieran la menor importancia, como si nadie fumara nunca un cigarro ni bebiera un vaso de vino. Voy a tomarme, sin embargo, la libertad de desafiar esa convención y de deciros que aquel día el almuerzo empezó con lenguados…”. A partir de aquí, Woolf describe con todo detalle los manjares que se sirvieron en la comida. No contenta con ello, se lanza unas páginas más adelante a detallar una cena, al cabo de la cual concluye: “Para la constitución humana, siendo lo que es, corazón, cuerpo y cerebro mezclados, y no contenidos en compartimentos separados como sin duda será el caso dentro de un millón de años, una buena cena es muy importante para una buena charla. No se puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha cenado bien”. 

Puede que Virginia Woolf no tuviera razón, pero ¿cómo negar que somos corazón, cuerpo y cerebro mezclados, y lo bueno que es que cada parte esté contenta para que la mezcla no se eche a perder?

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