Rosamelia lleva cinco años peleando en los tribunales para conseguir derechos sobre una tierra que, bajo un simple criterio de sentido común, debería pertenecerle. Una tierra que constituye para ella el único medio de vida con el que sacar adelante a sus tres hijos menores. Rosamelia llevaba arando esa tierra más de una década, pero un día tuvo que dejar de hacerlo. Su marido falleció, y con ello empezó un suplicio que sigue sin resolverse. En el marco legal de su país se limita el derecho a la tierra a la persona que ejerce como cabeza de familia. Es decir, en una abrumadora mayoría, a los hombres.
La crisis climática no es la excepción que confirma la regla: también en ella resultan discriminadas mujeres y niñas de una forma mucho más desproporcionada de lo que en un principio pudiera parecer. Historias como la de Rosamelia, e infinitas variantes de esta, se multiplican y llevan a mujeres y niñas a situaciones de extrema vulnerabilidad. No son los únicos retos que enfrentan. Cada vez más estudios documentan cómo la crisis climática está amplificando las desigualdades de género, poniendo en riesgo los medios de vida, la salud y la seguridad de mujeres y niñas. Ante los desastres climáticos, por ejemplo, ellas tienen una posibilidad 14 veces mayor de resultar damnificadas. Si el desastre en cuestión implica inundaciones, su tasa de supervivencia es infinitamente menor, entre otras cosas, porque en muchas partes del mundo a las mujeres no se les enseña a nadar.
Si el agua falta en lugar de sobrar, las perspectivas tampoco son nada halagüeñas: las sequías sitúan a las comunidades en situaciones de estrés que, a menudo, desembocan en violencia doméstica. Si además hay que migrar para buscar tierras más fértiles, o simplemente salir para buscar alimentos más allá de la seguridad de la comunidad, el riesgo de violencia sexual, explotación y secuestro por redes de trata de personas se incrementa dramáticamente. Las niñas, por su parte, suelen ser las primeras que se ven forzadas a dejar la escuela para ayudar en casa cuando las cosas se ponen difíciles, renunciando con ello a una vida autosuficiente. Muchas son obligadas a casarse antes de ser mayores de edad: el matrimonio infantil es ilegal, pero, en algunos países, llega a afectar a más del 70% de las niñas.
Todo esto contrasta con el papel absolutamente fundamental que las mujeres juegan en el medio rural. En el sur global son en gran mayoría ellas quienes labran pequeños pedazos de tierra y garantizan el acceso a alimentos, agua y otras materias de primera necesidad. Son ellas las expertas en lograr que la tierra siga produciendo. Cuidan de la tierra como cuidan de sus familias, pues suya sigue siendo también esa responsabilidad. Son mujeres poderosas e invisibles a la vez, expertas y denostadas campesinas que cargan sobre sus hombros el bienestar y la salud de los suyos, y también del planeta. Y es a ellas a quienes, a la hora de plantear medidas de mitigación y adaptación al cambio climático, habría que poner en el centro del debate. Están llenas de propuestas, viven dispuestas a aportar soluciones. Solo hace falta preguntarles.
Laura Furones es experta en gobernanza y derechos relativos a los bosques, la tierra y el medioambiente