Las palabras importan

Elvira Navarro

Elvira Navarro

El otro día me comentaba una amiga que tiene niños y, por tanto, inevitables relaciones con otros padres con niños, que es una pena que ahora los críos solo vean pelis y series infantiles. Esta amiga recordaba cuándo, en nuestra infancia, se nos ponían pelis de adulto. O tal vez no se nos ponían, pero podíamos quedarnos a verlas con nuestros padres en el sofá. Para bien y para mal, a los niños no se nos daba tanta importancia. Los fines de semana no se organizaban en torno a actividades infantiles. Correteábamos por las calles, o bien se nos dejaba toda la tarde jugando a nuestra bola en un cuarto mientras los adultos se olvidaban felizmente de nosotros. Los amigos nos quedábamos cada sábado en una casa y así, turnándose, los otros padres tenían tardes libres de niños. Yo iba sola a la parada del autobús desde los siete u ocho años, y el resto de mis compañeros también. No nos pasaba absolutamente nada en unas ciudades donde todavía reinaban los yonquis. Al pobrecito que venía acompañado de un adulto le mirábamos con pena: no molaba estar todo el día vigilado.

¿Pero ahora no descansáis nunca de los niños?, le pregunto a mi amiga. Qué va, me responde. Te miran mal y hacen que te sientas culpable si actúas de un modo distinto. Si no estás en todas las citas como un hooligan de tu hijo, si te sales o pasas del WhatsApp de padres, si no te tiras las tardes preparando disfraces y otras paridas. Como una competición para ser LOS MEJORES PADRES. Todo el mundo vive infantilizado. Qué horror, le digo. No sé si mi amiga exagera un poco, aunque, por lo que me han comentado otras personas con hijos, parece que no, que ahora hay una suerte de histeria ultraproteccionista que impide que los niños descubran el mundo como hay que hacerlo: a solas, o con la protección justa. También he leído artículos en la prensa sobre este fenómeno: les llaman “padres helicóptero”.

 Abundando sobre el asunto de la sobreprotección infantil y las películas, mi amiga me contó lo que ella sintió viendo Amarcord, el célebre filme de Fellini, con ocho o nueve años. No entendió gran cosa pero, a diferencia de muchas cintas infantiles que también se tragó y que ahora no sabría ni nombrar porque no le dejaron huella alguna, no se olvidó de la peli del director italiano. Viéndola sintió que el mundo era infinito y misterioso, que la comprensión del mismo parecía una aventura ilimitada, que quería crecer y estar a la altura de lo que se le ofrecía.

Yo entonces le conté que llegué a la literatura porque mi madre leía poemas en alto. No se trataba de poemas infantiles. Mi madre nos recitaba a mi padre y a mí, con mucha emoción, la Elegía por Ramón Sijé, y yo sentía la contundencia y la música de esas palabras precisas y preciosas. Escuchaba arrobada, y preguntaba luego quién era Ramón Sijé y qué pasaba cuando solo quedaba de ti una noble calavera. No se empeñaban en ocultarme ni en endulzarme la muerte. También me explicaban qué eran los amores truncados o las aventuras amorosas cuando lo recitado era el Poema 20 de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda. Las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique eran otros de los versos preferidos de mi madre, y A un olmo seco, de Machado. Por supuesto, ni a mi padre ni a ella se le ocurría sacar un libro de Gloria Fuertes y leer una poesía infantil por ser yo una niña. No se les pasaba por la cabeza que no pudiera aprender en qué consistía un buen poema, así como el amor y la muerte.

En mi etapa de formación de lectora, lo de menos era que me gustara un libro. Buscaba involucrarme en él, que su lectura fuera un desafío. Me importaba un bledo entender exactamente lo que pasaba, no consideraba que eso fuera más importante que lo que no lograba entender. No pensaba que el Ulises de Joyce tuviera que divertirme ni que la literatura hubiera de parecerse a una película de sobremesa de la tele. Consideraba que leer novelas adaptadas o libros educativos o ejemplarizantes por sus “valores buenos” era un insulto a mis capacidades.

Creo que con lo que llevo dicho he opinado sobre la purga de los libros de Roald Dahl y, por ende, sobre el trato de idiotas a los niños. Aunque a lo mejor le pido demasiado a un mundo donde se considera que los adultos necesitamos cartelitos avisando de si en una película hay racismo o machismo. Al parecer, ahora se asume la presunción de imbecilidad; es lo único que no ofende nadie, pues damos por hecho nuestra incapacidad. Solo añado que, en los argumentos que he leído sobre la polémica, he echado en falta el motivo más poderoso de todos a favor de que ningún texto se purgue: la literatura. Porque no es lo mismo decir “gordo” que “enorme”, del mismo modo que para mí fue decisivo que no me vetaran el acceso a las palabras, a unas palabras muy precisas que no sustituyeron por otras para limar el alcance de su poder. A este alcance se le llama literatura, y es una de las mejores herramientas para pensar el mundo, precisamente porque no lo blanquea, sino que lo desvela en su complejidad y crudeza.

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