Los reyes desnudos

Elvira Navarro

Elvira Navarro

El otro día, en Black Friday, comprobaba en el espejo del probador de un Zara cómo me quedaban unos cuantos vestidos y jerséis. Pasé cohibida ante la chica que custodiaba el probador, pues supuse que llevaba más ropa de la permitida. Sin embargo, ella no me dijo nada, no sé si porque ya no hay límite de prendas o porque había tal cantidad de gente en el comercio que la joven dejó el control a un lado. Tal vez incluso tenía instrucciones al respecto: déjalos que pasen con todo lo que quieran, le habría dicho aquella mañana algún jefecillo. ¡Que compren, que compren!

Que compremos, sí: al fin y al cabo, era el día indicado si queríamos cuidar nuestro maltrecho bolsillo, dolorido de tanta inflación. Porque ¿en qué otro día vamos a conseguir una renovación de armario más barata? Eso es lo que nos grita el Black Friday todos los otoños.

Llevo picando dos años seguidos sin proponérmelo, simplemente porque el viernes negro me ha pillado en la calle, he visto las ofertas, he pensado en algunas prendas que ya estaban viejas y se notaba, ¿y por qué no aprovechar las rebajas?  

 Detesto comprar ropa. El tumulto, la luz blanquísima, como de quirófano, de las tiendas; la enormidad y, al mismo tiempo, monotonía de la oferta, la pesadez de desnudarte para ponerte otro atavío y mirarte con él de cerca y de lejos… El ritual me resulta un fastidio superlativo. Así que el día en el que me decido a comprar, trato de solventarlo todo a la vez, en una sola tienda si es posible, para no volver a pisar un probador en doce meses mínimo.

De la montaña de ropa con la que en esta ocasión entré en la cabina me llamó la atención una cosa: mucha parecía ya vieja o, al menos, no tan nueva. Un par de suéteres tenían hilos colgando, como si se deshilacharan con solo tocarlos. Otros estaban arrugados, y en general había algo apagado en aquellas prendas, y también mal hecho, descompuesto antes de tiempo. Parecía que me estuviera probando la ropa que ahora desechamos en esos contenedores que hay al lado de los del papel y del vidrio, en los que debemos depositar lo que ya no vamos a ponernos habiéndolo lavado y planchado antes, y bien guardadito en una bola.

Estamos acostumbrados a que la ropa ya no sea buena, y de hecho pagamos gustosamente precios ínfimos por productos de dudosa calidad, pues tal es nuestro modelo de consumo: usar y tirar rápidamente artículos fabricados para tal fin. Consideramos que una buena compra es pagar poco por algo que dé el pego. Sin embargo, ahora ya no se disimula la baratura. La ropa es tan mala que ni siquiera nos luce un poquito. Con ella puesta empezamos a parecer lo que somos: cada vez más pobres en todos los sentidos. Y tal vez no esté tan mal que se nos vea, al fin, como reyes desnudos.

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