Ni campo ni ciudad

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Estoy en un bar entre viñedos, en la Ribera del Duero, a algo más de hora y media de Madrid. El bar también funciona como hotel rural. Se llena todos los fines de semana, pero hoy es lunes y solo hay lugareños, supongo que jubilados porque ninguno tiene aspecto de estar por debajo de los sesenta y cinco. En los expositores de la barra hay torreznos más grandes que mi mano, que es pequeña, y cuando bromeo con una clienta con pedirme uno para desayunar, ella me responde: “Una barrita energética”. Los viejos beben café en vaso, y mientras me traen el pincho de tortilla, miro los retratos que cuelgan de la pared. El más impactante es el de una anciana desdentada con un hato de leña. Va envuelta en una suerte de manto colorido que la protege del frío. Otra imagen muestra a un hombre con el pie sobre un viejo arado, y una tercera a un pastor con boina y cigarro colgando de los labios. Esos rostros parecen ahora remotos, de otros países donde las condiciones son más duras y no hay manera de volver a lucir una dentadura entera porque hasta las postizas son un lujo. Sin embargo, se trata de gente de aquí. Son fotos de los años setenta u ochenta, y yo en realidad no me extraño ante esas facciones resecas por la intemperie y las casas que en invierno se enfriaban tanto que a las palabras de sus moradores las acompañaba el vaho. En mi pueblo, de niña, me topaba a diario con ancianas sin dientes y muchas capas de ropa encima. Incluso durante mi adolescencia aún quedaban viejos arrugadísimos venidos de un mundo en el que la calefacción era cosa ya no solo de ricos, sino también de la ciudad. Se trataba de gente acostumbrada a una vida de campo tan áspera que acabó expulsando a sus hijos a la periferia de las grandes ciudades.

Los hombres que ahora apuran sus cafés también son de campo, pero solo se les nota en la piel y en que sus cuerpos lucen recios. Ya no hay en ellos esa dureza de haber sido pobres, al menos de la forma en la que se era en el medio rural y que está reflejada en los bellos retratos que adornan el local. Pienso que estos hombres deben de vivir en el pueblo de colonización que está frente al bar, construido por Franco al hacer un pantano que inundó una localidad cuyo campanario aún puede verse si el nivel del agua es bajo. El pueblo de colonización es como tantos otros, de casas blancas y modestas repartidas en apenas tres o cuatro calles. Para los que vivimos en la ciudad, esto representa un pequeño paraíso. Las casas del pueblo de colonización, y por supuesto las de otras localidades cercanas, son bastante mejores que las que pueden conseguirse en Madrid con un sueldo medio, y a pesar de que por todas partes cuelgan carteles contra la despoblación y la falta de atención médica, es obvio que en muchos pueblos hoy se vive mejor que en una ciudad grande, donde por cierto también la atención médica empieza a ser deficiente. Pienso asimismo que ahora la pobreza extrema la encontramos antes en un suburbio que en el campo. “Las ciudades se han convertido en lugares hostiles y desagradables”, decía hace poco Rodrigo Sorogoyen en una entrevista a propósito de su nueva película, As bestas, que todavía no he visto. Al parecer, la peli trata de cómo la vida en una aldea acaba volviéndose un infierno.

Quizás una de las cosas buenas de nuestro tiempo es que ya no podemos idealizar el campo ni la ciudad. Es decir: mentirnos en exceso.

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