Pequeño cuento sobre el futuro

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Vivo en un bloque de estudios que comprenden una sola habitación con cocina americana y baño. Es muy difícil entablar relación con los vecinos, pues no hay más lugares comunes que los de tránsito, y además el edificio entero está pensado para su pronta extinción. Las paredes son una fina capa de yeso, y hay que tener cuidado a la hora de arrimar las sillas para no aparecer en la sobremesa del vecino. Una complicada estructura de acero, según me han dicho, sostiene esta construcción aérea, a la que los vientos marinos balancean suavemente al ritmo de las olas. Me costó mucho acostumbrarme, como es natural. Vengo de un pueblo pequeño y siempre he vivido entre las paredes enormes y sólidas de una antigua casa. Los de la inmobiliaria me aseguraron que, a pesar de las apariencias, el edificio es seguro, y prueba de ello es que ya lleva tres años sin necesitar reparaciones.

Aquí la gente va y viene. Algunos no llegan a quedarse ni una semana. En tres meses, he tenido quince vecinos en mi planta. Casi todos son jóvenes que, como yo, llegan a la ciudad para buscarse la vida, pero que no tienen suerte porque no hay mucho trabajo, y el que hay a veces ni les llega para pagar una vivienda como ésta, que por cierto se inauguró con mucha pompa. El alcalde dijo que había que modernizarse y ofrecer oportunidades que estuvieran a la altura de los tiempos y de las expectativas de los que mañana serían el futuro de nuestra sociedad, hombres y mujeres que ya no deseaban estar atados a ningún empleo fijo ni a ninguna hipoteca. ¡Qué ordinariez! Lo que querían eran volar libres de un sitio a otro, como pájaros. 

Los únicos inquilinos fijos son los viejos, que utilizan el inmueble a modo de geriátrico. Una enfermera viene todas las mañanas a tomarles la tensión y a repartir píldoras cuyos colores dependen del día de la semana, y que, según las malas lenguas, sólo contienen regaliz. Los ancianitos no se enteran de gran cosa: la mayoría han perdido la cabeza. A algunos hay que atarlos por la noche para que no se tiren al vacío o se pongan a gritar o a dar bastonazos a las paredes. A los que están gagás les da de comer un robot. El alcalde también se mostró muy orgulloso: ya no tenían que estar en residencias. Ahora los mayores que se volvían dependientes vivían integrados en la sociedad.

Pero lo mejor del edificio es la terraza, que ofrece unas fabulosas vistas al campo. Aún pueden verse, a lo lejos, los incendios en las montañas. La estación de los incendios es el único momento del año en el que es posible conocer a algún inquilino, y yo procuro acabar cuanto antes mi trabajo y desconectarme de la pantalla para hacer algo tan ancestral como mirar el fuego. Porque, aunque sea una costumbre que quedó muy atrás, de vez en cuando sienta bien contemplar algo que no sea virtual (y que conste que yo no me quejo; tengo la suerte de tener mi propia pantalla y de no trabajar más de diez horas diarias). A veces me acuerdo de lo que decían nuestros abuelos sobre hacer un mundo mejor, porque los incendios siguen acongojando un poco. Lo que pasa es que nuestros abuelos no tenían unos programas como los nuestros y su concepción de lo real era muy anticuada.

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