Cuando los bares no son para todos

Elvira Navarro

Elvira Navarro

El título de este artículo es tramposo, ya lo sé, porque los bares no fueron jamás para todos con esa rotundidad. Sin embargo, durante mucho tiempo Madrid podía presumir de ser una ciudad acogedora no solo porque casi nadie era de aquí de ese modo en el que un nacionalista saca su pecho henchido de rancio abolengo, sino por los bares en los que cualquiera se podía refugiar: el borracho, el parado, la anciana con ganas de pegar la hebra, el oficinista, la funcionaria, los estudiantes, una madre con su hija. Te metías a beber una caña rápida o a merendar un café calentito y un croasán plancha y veías un mundo más allá del tuyo. De tu clase social, de tus gustos, de tu edad, de tu ocupación. Estoy hablando de los bares del centro de la ciudad, no de los de los barrios, donde la mezcla de clases sociales es más difícil.

Hasta la llegada de la globalización, el centro de Madrid tenía tanto de barrio como de centro. Era el lugar de encuentro de mucha gente que se desplazaba hasta allí para hacer cualquier cosa (comprar, pasear, ver a amigos). Al mismo tiempo, sus calles seguían siendo barrio, es decir, había vecinos, gente que llevaba décadas viviendo por aquellos lares. Sólo los aledaños más inmediatos de Preciados, Sol y la Gran Vía tenían esa tonalidad sombría de las partes de la ciudad que muta en un puro centro comercial al aire libre, donde todo es tránsito por el día y desierto de aceras sucias de noche, cuando las tiendas echan el cierre. No había en aquel Madrid demasiados turistas, solo los que venían a ver el Prado y las cuatro cosas más que se visitaban. Los veías por la Plaza Mayor o por las calles principales de Huertas o La Latina, pero bastaba con desviarse para reencontrar el barrio con sus bares no especializados en sacarle los cuartos al guiri, sino en algo bien distinto: fidelizarte a base de acogerte. No todos lo hacían, claro, pero sí muchos. Aunque solo fuese porque el negocio era propio y convenía que funcionara.

La explosión del turismo ha acabado con casi todos ellos. A medida que los barrios del centro han pasado de ser barrios residenciales a lugares para el ocio, la faz de la ciudad ha abandonado el casticismo, o lo conserva de mentirijilla, maqueado. Es probable que ahora haya más locales de ocio que nunca, pero muchos son franquicias, esto es, sitios que no invitan a quedarse, sino solo a consumir rápido, a cargo de camareros mal pagados y cuya comida es prefabricada: sándwiches precintados y smoothies hechos en algún polígono. Cuando no hay una franquicia, encontramos un bar o restaurante de tapas típicas de mala calidad: tortilla de patatas con las patatas hervidas en vez de fritas en aceite de oliva, y con huevina en lugar de huevo (deberían de dejar de llamar a eso tortilla española y ponerle otro nombre). Paellas de Paellador. Croquetas que nunca son caseras, sino congeladas. Patatas bravas que por puesto proceden de una bolsa, y cuya salsa es una angustiosa mezcla de mayonesa con kétchup. Calamares fritos en un aceite que parece de coche. Todo caro y malo, sin ningún amor por lo que se hace ni por cuidar al cliente. Por no hablar de los restaurantes pretenciosos de comida internacional, cuqui o algo por el estilo, que tampoco suelen tener buen género y donde pagas precios desorbitados. En casi todos estos casos, los dueños ya no llevan sus locales personalmente, sino que son capitalistas que delegan el trabajo en otros, casi siempre mal remunerados, para que cocinen y sirvan las mesas. Frialdad total, negocio puro y duro, el trabajo desprovisto de cualquier vocación de cuidado y servicio. Y es que la desaparición de aquellos viejos bares que te acunaban incluso siendo rabiosamente cutres es una señal más de cómo la ciudad, cuyo sentido debería ser que la vida fuera buena para sus habitantes, se vuelve inhumana. El proceso parece imparable.

 

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