Otoño, ven
Elvira Navarro
Escribo esto en el primer día de una lluvia que veo caer con un escepticismo preventivo. No quiero desilusionarme y que el agua se quede en la mañana, en los charcos que ahora brillan y reflejan un cielo del mismo color que el cemento del edificio que me acoge. Estoy en una biblioteca. Es pequeña y no suele tener demasiada afluencia, al menos durante las horas que paso en ella, unas cinco, desde que abren hasta la hora de comer. Hay algo dolorido en el paisaje, agostado: los plátanos del parque de enfrente han perdido las hojas por la falta de agua y el calor abominable, los arbolitos nuevos que plantaron en primavera están secos porque eran muy poca cosa para arraigar y nadie los ha regado en estos meses abrasadores. Incluso los edificios parecen empequeñecidos, como si la chicharrera que empezó en junio, y que espero que no vuelva en mucho tiempo, hubiera esquilmado también el ladrillo. Y aunque ahora llueva, esa sensación de agotamiento y sed que impregna todas las cosas va a necesitar mucha agua para calmarse, unas cuantas borrascas seguidas, o lloviznas que se prolonguen durante semanas. Qué hartazgo y qué calor aún y dónde estás, otoño, ven de una vez.
Ayer murió Javier Marías y en esta biblioteca le han hecho un pequeño homenaje pegando una fotocopia de un retrato suyo en un cartoncito y colocándolo en lo alto de una estantería. Bajo el retrato han dispuesto los títulos del autor que tienen aquí, donde no hay demasiados libros porque no caben. De hecho, hay tan pocos libros que a muchos de los que vienen preguntando por alguna novela los mandan a otra mediateca cercana más grande que esta. Sin embargo, sí tienen bastantes de Javier Marías, al igual que de otros autores importantes por estar consagrados, por vender mucho o por las dos cosas juntas. A mí me ha emocionado ver el humilde altarcito a Marías, ante el que se ha detenido la limpiadora a mirar las portadas y a hablar con la bibliotecaria más o menos del siguiente modo:
Limpiadora: Este es el que se ha muerto. Me ha dicho mi hijo que era un escritor muy bueno.
Bibliotecaria: Sí, muy bueno.
Limpiadora: Y que era muy amigo de ese que escribe novelas de espadachines y que antes salía en la tele.
Bibliotecaria: De Pérez Reverte.
Limpiadora: A mi hijo no le gusta Pérez Reverte. Él me habla siempre de ese otro que también es famoso. Ese que tiene gafas y está gordo.
Bibliotecaria: ¿Juan Manuel de Prada?
Limpiadora: ¡Ese!
Bibliotecaria: Pues a mí no me gusta Juan Manuel de Prada, pero Reverte sí.
Limpiadora: Pues mira, al revés que mi hijo.
La conversación resume lo que para mucha gente es la literatura: algunos rostros famosos cuyas fotos han visto por doquier, una excusa para conversar un poquito cuando alguno de ellos no vaya a volver a ser retratado. Para mí es lo mismo con, por ejemplo, el deporte: no distinguiría por la calle a los futbolistas más famosos del mundo. Sus nombres me suenan y ya, si bien es posible que me lea sus necrológicas cuando mueran, porque de eso y de unas cuantas pocas cosas más va la vida: de que te mueres. Todo desaparece, hasta Javier Marías y los jugadores de fútbol más famosos del planeta, cuyos nombres para mí no tienen rostro. Y mientras tanto, esperamos el otoño.