Imposible saber
Elvira Navarro
Hace un tiempo, un conocido que trabajaba en el Centro Nacional de Inteligencia me dijo que la información se distribuye en capas de cebolla: a nosotros nos dan una, pero nunca sabemos si debajo de esa información existe otra. Añadió que ni siquiera los políticos la tienen toda, sino solo algunos escogidos. El resultado es que los ciudadanos, y muchos dirigentes, no acabamos de saber qué pasa exactamente. Este conocido me contó aquello en el contexto del “No a la guerra”, cuando no estaba nada claro qué había sucedido en el atentado del 11 de marzo de 2004. El PP mintió descaradamente, pero según este conocido, el PSOE también manipulaba. Sin embargo, además del evidente uso electoral que se hizo del asunto, no aclaró cuál era la información que nos faltaba, así que yo me quedé tan in albis como estaba, incluso más confusa aún, y dudando de si mi conocido se estaba tirando el moco o hablaba con conocimiento de causa.
Sin embargo, sí parecía tener razón en lo de la información que se nos oculta o, dicho de otro modo, cómo interesadamente los poderes encubren o tergiversan. No hay más que ver lo que sucedió con el atentado de marras: a pesar de que existe una sentencia según la cual fue llevado a cabo por terroristas cercanos intelectualmente a Al Qaeda y al Grupo Islámico Combatiente Marroquí, durante una década asistimos a las teorías de la conspiración del 11M en algunos medios de comunicación. Había, por supuesto, intereses en que pensásemos otra cosa, pero también, y sobre todo, gente dispuesta a creer en esas otras cosas.
A menudo, cuando no hay posibilidad de saber con rigurosa exactitud qué ha sucedido, optamos por contarnos la película según lo que nos conviene, que suele coincidir con lo que dice nuestro partido, familia, amigos o gurú. El grupo social al que pertenecemos nos arropa si a cambio le ponemos fe. No ayuda que los medios de comunicación estén tan descaradamente politizados. En el mejor de los casos acudimos a ellos ya dudando, con escepticismo y hartazgo; sin embargo, no son pocos los dispuestos a abrazar acríticamente todo lo que les cuente su periódico o su telediario.
Tengo la impresión de que, al menos desde el coronavirus, esta situación ha empeorado pues, por un lado, gracias a internet disponemos de una cantidad ingente de supuesta información, de datos que no sabemos si son verdaderos o falsos, y por otro nuestras circunstancias se han vuelto extremadamente complejas. O quizás no lo sean tanto, pero lo parecen debido a que la realidad, ese acuerdo en forma de relato que siempre ha sido muy poroso, se ha convertido en un terremoto y ya no encaja en ninguno de los tranquilizadores consensos y órdenes mundiales. Una crisis económica que dura más de diez años, una pandemia sobre la que han circulado todo tipo de teorías, amén de las medidas absurdas para frenarla, como llevar mascarilla por la calle y quitársela al llegar al bar. Asimismo, en nuestro menú de desconcierto ocupa la primera plana un cambio climático sobre el que se toman —y eso cuando se toman—, decisiones aún más desconcertantes, como declarar verdes el gas y la energía nuclear, además de no hacer absolutamente nada contra lo que todos sabemos ya que son crímenes contra el medio ambiente, como la deforestación del Amazonas y el desmedido consumo de carne de pésima calidad. Y, por supuesto, la guerra, envuelta en propaganda y cuyos móviles no parecen ajustarse de forma verosímil a la versión oficial, aunque seguramente tampoco nos acabemos de enterar nunca de lo que la ha motivado.
Tal vez se trata de que yo misma estoy tan entregada a la incertidumbre que solo soy capaz de hacer suposiciones conspiranoicas. Sin embargo, ¿cómo saberlo?