Lo malo conocido
Laura Furones
No cabe duda de que nuestro refranero está repleto de enseñanzas valiosas. Sin embargo, en algunas ocasiones, tanta sabiduría inevitablemente acaba por patinar. Una de estas es la de ese dicho que empieza avisando de que más vale lo malo conocido. Ni siquiera hace falta asomarse a la segunda parte de la frase: estas primeras palabras ya resultan, en sí mismas, demoledoras. Disculpen la obviedad, pero lo malo conocido es…malo. Y, sin embargo, lo que realmente lo hace espeluznante es la segunda palabra: conocido. Puestas una a continuación de la otra, ambas son suficientes para cortar las alas a mundos mejores, encumbrar la resignación como solución pragmática y censurar toda posibilidad de reflexión. Lo malo conocido es una invitación a la parálisis. Y, como es bien sabido, la inacción es, en sí misma, una forma de acción. A menudo, la peor posible.
El ejemplo más reciente de esto ha sido la bochornosamente tardía caída del primer ministro británico, Boris Johnson, un supuesto adulto que esconde, con escaso éxito, al niño consentido para quien las normas básicas de convivencia (por no hablar de las leyes ante las que se supone que somos iguales) no eran, ni son, aplicables. Johnson ha sobrevivido en el cargo político de mayor responsabilidad de su país (y en cargos anteriores, políticos y periodísticos) a pesar de incontables mentiras no ya patológicas, sino deliberadamente perversas, dañinas, criminales. Las incontables apariciones públicas que ha hecho para justificar lo injustificable (incluyendo esas monstruosas fiestas que organizó durante la pandemia mientras morían miles de personas solas en hospitales) parecen evocar al pequeño Boris llamado por el director de su colegio para dar explicaciones por su última fechoría. El mismo que, tras haber pedido disculpas (al director cuando era niño, al público como mandatario) volvía a su casa sonriendo con sorna, habiéndose salido, una vez más, con la suya. Fuck ‘em.
Pero Johnson solo ha podido hacer esto porque se lo han permitido los suyos. Por mucho descaro que él sea capaz de echarle (y su descaro fulmina límites a diario), los tres años de despropósitos – lo que ha hecho no se puede denominar gobierno – han gozado de luz verde por parte de quienes sacaban rédito político. Pero, también, por quienes pensaban que una alternativa sería aún peor. Ahora que llega el principio de su fin, previsiblemente farragoso como todo lo anterior, vemos emerger posibles candidatos a sucederle. Y no, no hay duda de que algunos de ellos dan también bastante pavor: los hay que no creen en la crisis climática, ni en los derechos de las personas que no sean como ellos (ricos, privilegiados, blancos), ni en nada que no sea ventajoso para sus propias motivaciones y cuentas bancarias. En definitiva, son otros anti-políticos como Johnson, que jamás han oído hablar del servicio público o del bien común. O, si lo han hecho, posiblemente hayan acabado atragantándose con el Moët & Chandon.
Así las cosas, podría parecer que la salida de Johnson acarrearía el riesgo de que el país fuera a peor (sí, es difícil de creer, pero no es imposible, vistas las perspectivas). Pero eso queda, por ahora, en el universo de las hipótesis. Lo que sí es real es que Johnson ha podido campar a sus anchas durante demasiado tiempo, dejando como legado un Reino Unido enemistado con Europa, unos ciudadanos enfrentados entre sí y un futuro incierto, desnortado y muy, muy solitario, incluso para una isla acostumbrada al desgaje que asegura el mar. No sabemos lo que viene. Ojalá sea el proverbial bueno por conocer. Pero aferrarse a lo malo conocido ha demostrado lo que ya era evidente: es malo y es conocido, ambos al mismo tiempo, reforzándose mutuamente. Un delirio de opción.
Laura Furones es directora de publicaciones, actividades culturales y formación del Teatro Real.