Las vacaciones ideales

Elvira Navarro

Elvira Navarro

Llego siempre agotada al verano, con la impresión de haberlo hecho y dicho todo, de haber visto a todo el mundo, de haber comido y bebido también de todo y de más. Doy mis clases asombrada de que los alumnos sigan ahí, a estas alturas del curso en las que, lo confieso, ya no sé ni lo que digo, y me asombro de mi propia capacidad de continuar. Ya sólo quiero pasarme dos meses a base de sandía, gazpacho y melón, leyendo con indolencia y fervor y sin más actividad que caminar a la orilla del mar. Ah, pero, un momento: ¿he dicho orilla del mar, como si ésta estuviera a quinientos metros de mi casa o dispusiese de un apartamento playero al que poder irme en julio y agosto? ¿Y dos meses enteros de descanso?

Las vacaciones de verano y las de Navidad son las más publicitadas, aquellas de las que guardamos imágenes que no hemos protagonizado, procedentes de anuncios, que conforman un ideal por pura repetición. Así, la mesa puesta para la Nochebuena junto a una chimenea. ¿Cuántos pisos la tienen por estos lares? Las había en las casas antiguas de los pueblos, pero sin marco y repisa en la parte superior. Y es que no servían solo para calentarse: se cocinaba en ellas, y con el humo se ahumaban las morcillas. También acude raudo a nuestra cabeza el abeto alto que hay que adornar con la ayuda de una escalera, cuando es más probable que durante nuestra niñez sólo hubiera un portal de Belén y un abeto pequeño de plástico en un rinconcito del salón. En mi caso ni siquiera había esto último: mi familia sólo echaba mano del portal, hasta que protesté por lo disímil de las imágenes que ofrecía la tele sobre la parafernalia navideña y lo que había en mi casa. Los mayores me compraron entonces un abeto de plástico en un Todo a 100 para que mis fiestas se parecieran a algún anuncio.

Sin embargo, la Navidad pasa pronto, mientras que el verano, ¡ay!, es mucho más desquiciante y sentimos con fuerza que no hay ocho semanas para tumbarse a la bartola. También que en la orilla del mar se deleita solo quien vive cerca de una playa. Los de interior hacemos alguna escapada, y quien tiene el apartamento en la costa (más bien quien lo ha heredado de sus padres o abuelos) no dispone de tanto tiempo para disfrutarlo. En la deseada estación de ir al mar (o a la montaña, o al pueblo) para desconectar, lo único que se hace presente casi todo el tiempo para los urbanitas sin playa donde remojarnos son las olas de calor, que llegan cada vez más pronto y le quitan el encanto a la ciudad de golpe. Al mismo tiempo, nos persiguen imágenes paradisiacas sin que miremos publicidad alguna: basta con abrir las redes sociales para toparnos con las vacaciones de los demás, probablemente tan mínimas como las nuestras. Pero eso da igual porque siempre hay alguien de veraneo, una nueva foto de algún contacto metiendo los pies en agua cristalina donde nadan alegres pececillos, así que la impresión es que el disfrute está al alcance de la mano y es duradero, y que nosotros nos lo montamos fatal.   

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