Las guerras, ¿nacen o se hacen?

Laura Furones

Laura Furones

Hace poco más de dos meses asistíamos a lo que parecía un cruce de acusaciones que no llegaría a ninguna parte, más allá de las portadas de los periódicos, los Ministerios de Asuntos Exteriores y el Ibex 35. Pero la testosterona es lo que tiene: aumenta con una facilidad pasmosa y después, ya en sangre, resulta muy difícil de gestionar. Los discursos previos a la invasión de Ucrania a ratos sobrepasaban la línea del sonrojo, y más parecían una de esas películas de bandas juveniles que se retan a una carrera de coches. Si alguno se echaba atrás, era condenado al más denigrante de los sustantivos: gallito. Así que a la carrera asistían ambas partes con un antifaz agresivo para encubrir, sin mucho éxito, sus miedos. En esos duelos juveniles, la victoria era solo aparente. Siempre había que lamentar desdichas, incluso en el lado ganador. La tragedia emanaba del hecho de que, en realidad, todo podía haberse evitado si se hubieran podido sustituir esos instintos básicos por la voluntad de encontrar un terreno común.

Complejidades geopolíticas y energéticas aparte (sí, es mucho apartar), lo que estamos viviendo no dista mucho, en su esencia, de estos embistes entre bandas. La condena es la misma: a base de avivar el fuego, acaba provocándose un incendio que nadie está preparado para apagar, y que a todos pilla a contrapié. La invasión de Ucrania no iba a suceder. Después, iba a durar tan solo unos días. Más tarde, era cuestión de asfixiar la economía rusa (o, más bien, a los rusos de a pie, que son los que menos tienen que ver con el conflicto). Pero sigue avanzando el tiempo y, con él, los ataques, las víctimas, la destrucción. Ni siquiera las acciones sin precedentes de la Unión Europea o de Estados Unidos están pudiendo detener la guerra. Putin huye hacia delante porque su órdago ya no tiene vuelta atrás. Llegan más amenazas, más armas, más bloqueos. Más muertes. Menos futuro.

En las películas antiguas (y en las videoconferencias modernas con mala conexión) se creaba siempre ese desasosegante asincronismo en el que la voz iba a rebufo de la imagen. Leyendo los labios se podía anticipar lo que se iba a escuchar, pero hasta que no llegaba el audio, no se podía tener certeza de haber atinado. Esta incongruencia también es válida en la guerra, con consecuencias mucho más perversas. Mientras los misiles vuelan aspirando a alcanzar la velocidad de la luz, las soluciones llegan a la velocidad del sonido. Demasiado deprisa aquellos, inútilmente lentas las estas.

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