Hace unos días mi novio me llamó por teléfono para decirme que acababa de ver un ovni. No me lo soltó así, claro. Su explicación fue más detallada, sorprendida, alucinada, dubitativa. Iba con el coche por una avenida que discurre junto a unos descampados cuando, al mirar hacia arriba, se encontró con una luz extraña acompañada de una estela también lumínica y vaporosa, como una medusa interestelar. Detuvo el coche para observar bien el fenómeno. Cerca de él había tres o cuatro personas junto a una furgoneta. Mi novio se puso a grabar y a hacer hipótesis sobre lo que estaba viendo. Pensó en un globo aerostático, aunque no tenía pinta de globo. Desde luego no era un avión ni un helicóptero ni nada reconocible. ¿Qué aparato se desplaza dejando tras de sí una enorme panza etérea, como un animal transparente y flamígero?
Mi novio llegó a casa conmocionado. Me enseñó el video y yo le di al play repetidas veces, maravillada y gritando “¡Has visto un ovni!” con más convicción que él, pues no me cuesta nada darle crédito a cualquier señal de que existen otros mundos además de este. Y como mi novio me tiene fe, acabó convenciéndose de que, en efecto, acababa de ver una nave espacial.
Recordé una película estupenda de Óscar Aibar, Platillos volantes, en la que los protagonistas creen con fervor en los extraterrestres y sin embargo no ven ninguno. Nosotros ya habíamos llegado más lejos que los personajes de la peli, y encima sin buscarlo. Me repetí ufana lo que siempre me digo: que las cosas que se buscan con demasiado ahínco no se encuentran porque los encuentros de verdad tienen algo de milagroso e inesperado. Y milagrosa e inesperadamente, nos habíamos topado con algo que sólo crees posible de verdad mientras eres niño y admites sin demasiados problemas que los muñecos se mueven por la noche, que en la casa de enfrente vive un fantasma, que en el fondo del lago duerme un monstruo.
Durante algunas horas me sentí muy especial. Asistir a algo que rompe una costura de lo real (del relato al que llamamos realidad) te lleva a querer descoserlas todas, en especial las más dolorosas e inasumibles, como la muerte. Por otra parte, todo lo que rodeó al suceso se tiñó de un halo enigmático relacionado con los alienígenas. Así, las personas que mi novio vio en una furgoneta. Cuando terminó de grabar el video, parecía habérselas tragado la tierra (¡habían sido abducidas!). O el ladrido de un perro que se oía en la grabación y que yo no podía dejar de interpretar como una advertencia a los insólitos visitantes.
Las explicaciones funcionan como los aguafiestas. Al día siguiente mi padre, al que yo había llamado emocionada para contarle que el famoso cielo de Madrid había sido surcado por un objeto volador no identificado, me dijo que no se trataba de ninguna nave espacial, sino de un cohete del ubicuo Elon Musk avistado desde varias zonas de España. ¡Qué decepción! Así que no habíamos visto nada mágico, no nos habíamos asomado a una dimensión desconocida; simplemente se trataba de la megalomanía de un señor americano que planea dominar el mundo al estilo de un supervillano de película sesentera. ¡Qué vulgaridad más grande! Como cantaban Las Bistecs: ¡oh no, otra vez tú!, ¡oh no, otra vez Elon!