El activismo no es gobernar
Elvira Navarro
Llamamos activismo al ejercicio de proselitismo y acción social de carácter público, frecuentemente contra una autoridad legítima constituida (esta definición tan precisa y como de manual es del diccionario de la Real Academia Española, no mía). El activista es una figura que engloba cualquier tipo de protesta y militancia. Choca, por no decir que resulta inoportuno, que el activismo se haga desde el Gobierno, al que se le presupone capacidad de ejecución, esto es, que no necesita activismo para cambiar ciertas cosas: basta con que lo haga. Con que legisle. A menos, claro está, que los gobiernos no sean gobiernos, sino simples mandados de los que mandan. Entonces tienen que conformarse con hacer activismo.
Resulta muy difícil tomar decisiones de calado. Bruselas, las multinacionales y los bancos detentan el verdadero poder y nada que vaya contra sus intereses prospera. Nuestras democracias son pantomimas más o menos consensuadas en la medida en que nos permiten vivir razonablemente bien, con ciertas libertades y garantías que no ofrecen las dictaduras de derechas ni de izquierdas. El simulacro funciona porque elegir entre una derecha y una izquierda que en la práctica no se diferencian demasiado (sus políticas económicas son todas neoliberales), pero que en el discurso usan toneladas de retórica puramente cosmética nos procura la sensación de que las cosas van a cambiar cada vez que votamos. El cuento durará mientras haya cierto bienestar económico. Y es que, a pesar de la creciente precariedad, falta aún mucho para tocar fondo.
Para la izquierda es especialmente complicado cumplir su programa, que consiste en hacer socialdemocracia. Hay comunistas en el Gobierno porque el comunismo ya ha dejado de ser una opción real, aunque conserva un peso simbólico. Se espera de ellos contundencia y no un mero activismo que sólo da una imagen de impotencia y ridículo: así el recetario para pobres y el vídeo para hacer una huelga de juguetes.
Cuando no se toman medidas de verdad, cuando la larga crisis no acaba, sino que empeora por el coronavirus y la subida de precios de la luz, la gasolina o los alimentos, sacar un recetario de comida económica y saludable y venderlo como una herramienta contra la desigualdad porque te enseña cómo comprar barato parece una burla. Esta guía sería tolerable en un contexto donde se hubieran implementado acciones para que empresas como Burguer King y etcétera remediaran el mal que hacen; también para que la crisis no resultara tan dolorosa para los hogares más humildes. El ciudadano podría comprender que una serie de políticas que le favorecen realmente fuera acompañada, además, de una campaña educativa sobre cómo alimentarse mejor, que en ningún caso debería ser rotulada como lucha por la desigualdad ni asemejarse al activismo. Sin embargo, puesto que no se puede hacer nada contra las multinacionales, la alternativa es decirle al ciudadano que aprenda a comprarse un manojo de remolacha en vez de un Whopper, ya que el Gobierno (de izquierdas) no va a mover un dedo para que se pueda comprar un filete de buena calidad. Política de izquierdas Ikea: aprenda a montársela usted en su casa con lo más barato que tenga a mano.