Los muertos

Elvira Navarro

Elvira Navarro

La muerte tiene forma de archivo en las grandes ciudades. Cuanto más fácil es construir pisos meramente funcionales, feos, jamás memorables, más adquieren los camposantos una forma administrativa: torres de nichos anodinos, los decesos como un número más, la muerte reducida a su mera condición de dato, sin trascendencia, casi sin dolor; las fotos que acompañan a muchas de las lápidas es lo único que da un poco de entidad, que recuerda lo intensamente fugaz de la vida y el drama de nuestra desaparición.

Durante algunos años viví cerca del cementerio de la Almudena. Como todo lo que alguna vez fue bonito en Madrid, está echado a perder. Se ha destruido arquitectura funeraria muy valiosa en su parte más antigua, que era una ruina de lápidas desencajadas, rotas o medio abiertas donde había bellísimas tumbas decrépitas. Parte de ellas han sido arrambladas en las últimas reformas, malogrando un paseo hermoso que podría incluso haber atraído a los turistas si esta ciudad no hubiese adquirido la forma de un bar inmenso y si importara algo el patrimonio. Recuerdo a una amiga italiana a la que le señalé el Palacio de la Moncloa años ha desde un autobús de línea; mi amiga me miró incrédula: ¿de verdad el presidente vive al lado de una autopista? Quizás ahí entendió la chapuza española de la que tanto se quejaba (todo sucio, feo, mal hecho, parcheado), más intensa en unas zonas que en otras, y que campa a sus anchas en la capital, donde cualquiera sabe que incluso sus zonas nobles, pijas, son una birria con olor a pis si se las compara con las zonas análogas de ciudades de provincia bien conservadas. O a lo mejor el problema es que no lo sabe nadie, y que quienes lo saben lo olvidan a nada que se hacen a la vida de aquí.

Pero yo quería hablar de los cementerios, de que el de la Almudena recuerda al cine quinqui porque toda su zona nueva son calles de ladrillo similares a los edificios que tiene al fondo, lo cual se aprecia muy cinematográficamente desde el descampado que hay tras el crematorio, en la avenida Daroca.

Por la muerte se pasea un autobús interurbano. La primera vez que lo vi, creí que se trataba de un fantasma de lo inverosímil que me parecían las paradas entre las tumbas, y supongo que es lo más cerca que he estado nunca de ver un fantasma. Entre semana hay corredores que te salen al paso entre mausoleos siniestros, y rara vez se ven paseantes.

A pesar de que me gustan los cementerios, incluso los tristes de la gran ciudad, devorados por las carreteras, los edificios colindantes y una vida tan atronadora que convierte a la muerte en pura ciencia ficción, nunca voy a ellos el día de Todos los Santos, ni siquiera para ver a mis muertos, a lo mejor porque temo romper la imagen tan bella que tengo de esta jornada gracias a películas donde los vivos se afanan en adecentar las lápidas de los suyos, lo que siempre me ha parecido hermosísimo y lleno de un significado que sólo se entiende a medida que se cumplen años: que somos fundamentalmente una herencia. ¿Y qué mejor que honrarla, puesto que no escapamos a ella?

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