Ciclos
Elvira Navarro
Buena parte de nosotros vivimos en ciudades, sin más naturaleza que la del parque que tenemos cerca, con las calles iluminadas a todas horas, a veces incluso con tiendas abiertas casi ininterrumpidamente si el lugar está globalizado y neoliberalizado. No nos vamos a dormir cuando oscurece, como los pájaros, sino que prolongamos la jornada gracias a que tenemos luz. Incluso hay quienes viven de noche por vocación de animal nocturno o por un trabajo que no se puede hacer durante el día. No tenemos que ir a cazar conejos para cocinar una paella, ni que sembrar lechugas y tomates para comer ensalada. Se nos olvida a menudo que cada fruta y verdura pertenece a una temporada, y que si hay tomates todo el año es porque los cultivan en invernaderos.
La pérdida del vínculo con lo que nos sostiene, con la naturaleza, es peligrosa cuando nuestra relación con ella se convierte en la fábula de la gallina de los huevos de oro: podemos destruirla, y eso sería también el fin para nosotros. Pero este artículo no va del cambio climático ni de nuestros continuos y prepotentes desmanes con el medio, sino de cuando la naturaleza nos pone en nuestro sitio, que es el de los seres frágiles y finitos. A veces, lo hace una forma brutal: un tsunami, un terremoto. Otras es suave, pero nos sigue condicionando igual.
Las estaciones extienden su poder sutil incluso sobre los urbanitas, que ya no miramos el cielo para ver si la lluvia bendecirá nuestra cosecha. Cada una viene con sus exigencias: el frío y la poca luz invernal invita a recogerse, las flores primaverales y el regreso del clima amable a expandirse, el verano es un detenimiento extraño: hace demasiado calor, al menos por estas latitudes, como para que permanezcamos activos, pero el descanso no es tal si nos quedamos en casa, si no nos vamos y rompemos con la rutina, aunque sólo sea un poco. Las fiestas de los pueblos suelen celebrarse en verano. El descanso ha de ser al aire libre, en el campo, en la playa o haciendo turismo.
Cuando más se nota lo condicionados que estamos por los ciclos es en otoño, pues hay dos cambios muy bruscos: pasamos del, a menudo insoportable, calor, a un tiempo suave, y además, y sobre todo, transitamos de la inactividad a la acción, y este cambio es tan acusado, que no es a final del año cuando inauguramos curso, sino en septiembre. Llegar a ese mes sin el descanso preceptivo es como ir a trabajar después de una larga noche de fiesta: estamos aturdidos, cansados, sin dar pie con bola. Quienes tienen trabajos que son como cadenas (porque no satisfacen, porque exprimen sin pagar bien), o cargas de otro tipo, o vidas desbaratadas y desoladas, sienten especialmente la llegada de esta estación. Tras el parón del verano, con su ensueño de que las cosas pueden mejorar, vuelve otra vez todo, idéntico a como lo dejamos, y ay de nosotros como no nos guste lo que tenemos. O al contrario: si tenemos una vida (trabajo, relaciones) satisfactoria, el otoño constituye un subidón: ¡al fin regresamos a lo que nos gusta tras el detenimiento!
No sé cómo habrán llegado ustedes, pero ojalá tengamos todos un feliz otoño.